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Por Ana Laura Pérez
La muerte de mujeres y niños es la cara más terrible y definitiva de la violencia de género. Sin embargo, la violencia existe y se manifiesta de maneras más sutiles prácticamente desde que nacemos.
En episodios que van educándonos en que si un hombre te dice algo en la calle es porque tu pollera es demasiado corta, que si alguien te toca es porque lo provocaste, que hay que ponerse contenta si tu pareja te trata como una igual, que hay que comentar con alegría que “te ayuda” en tu casa o que “no hay que dejarlo solo” cuando estás en el puerperio porque “los hombres necesitan atención”.
Por eso elegí contar cómo me convertí en mujer a partir de 14 momentos de violencia, de agresión, de miedo. Contar, que aunque estamos en 2017, sigue siendo muy distinto crecer hombre que mujer en esta tierra.
1986
Cuando tenía 7 años un día llegué temprano a la casa de una amiga y ella estaba en un mandado con su madre. El hermano grande me dijo que teníamos que jugar a un juego y que él me iba a explicar cómo. Me pidió que pusiera mi mano en su pantalón y la dejara ahí. Sentí algo raro, como equivocado, y la saqué. Salí corriendo. Nunca se lo conté a nadie.
1987
Cuando tenía 8 años, mi madre me enseñó que aunque siempre me había dicho que eso no estaba bien, podía pegar si un varón me tocaba el culo. “Todo lo fuerte que puedas”.
1988
Cuando tenía 9 años el hermano de una vecina me dijo que si jugábamos a la escondida me metiera con él en el ropero. Ahí a oscuras, él, que tenía 14, me agarró la cara y me besó con fuerza. A mi no me gustaba él, y no me gustó lo que hizo. Pero tampoco dije nada. Me dio miedo que no me dejaran jugar más con mi vecina.
1989
Cuando tenía 10 años una amiga de mi abuela me rezongó por decir tantas malas palabras: Ningún varón va a querer ser tu novio, me dijo.
1990
Cuando tenía 11 años me fui de viaje de fin de año a las termas con mi escuela. Estaba en lo alto del tobogán, pronta para tirarme, y uno de mis compañeros metió su mano adentro de mi malla y me empujó hacia adelante. Mientras caía, podía escuchar sus risas.
1990
Con 11 y medio, mi madre me rezongó porque me puse a jugar con mi lengua y un helado palito en el ómnibus. “Tenés que tener cuidado”, me dijo, “tu cuerpo ya no es el de una nena”
1991
Cuando tenía 12 años, iba caminando hacia el colegio con una amiga a las 7 de la mañana y un hombre venía de frente. En pleno día por la calle Minas, se abrió su ropa y nos mostró el pene. Salimos corriendo y nos metimos por otra puerta.
1994
Cuando tenía 15 años, esperábamos con un grupo de amigas en Tres Cruces para irnos de excursión al tambo de los padres de una de ellas. Era nuestra primera aventura de grandes y hablábamos de eso emocionadas. Al lado nuestro, un hombre sacó su pene de adentro del pantalón y empezó a masturbarse.
1996
Cuando tenía 17 años, aprendí que ir a bailar de noche era sinónimo de que te tocaran sin permiso. De agarrarte la mano, tocarte el pelo, obligarte a bailar sin preguntar, tocarte el culo impunemente mientras pasabas delante de ellos. Aprendí también que si decías que no, la respuesta era decirte “fea”.
1997
Cuando tenía 18 años, iba caminando hacia el gimnasio -cuando un señor -que segundos antes pensé que era muy parecido a mi papá por el bigote y el traje y la corbata- acercó su boca a mi oído y me dijo “Qué conchita tan gordita y tierna”.
1999
Cuando tenía 20 años, volviendo de salir con mis amigas en un taxi (en el que siempre era la última porque vivía más lejos) el conductor atravesó el Parque Batlle mientras me decía que era una noche muy linda para volver a casa tan temprano. No fue lo que dijo, fue como lo dijo. No había celulares y mi gesto instintivo fue apretar fuerte la manija de la puerta y esperar que siguiera hasta mi casa.
2004
Cuando tenía 25, en medio de una gira por el interior en la que yo estaba sola sin fotógrafo y manejando mi auto, un dirigente político creyó oportuno hacerme saber a través de otra persona que yo le parecía linda y que si algún día quería un puesto entre sus asesores solamente tenía que pedirlo.
2011
Cuando tenía 32 años, embarazada de 8 meses, subía la escalera de la Plaza Cagancha y un hombre creyó oportuno hacerme una lista de los lugares de mi cuerpo donde metería su pene y su lengua, mientras me hacía saber lo que era bastante obvio: cómo lo “calentaban” las embarazadas.
2017
Ahora tengo 37. Uso Twitter para hacer mi trabajo porque soy periodista. Y por lo menos una vez cada tres días, algún hombre me manda por mensaje privado la foto de su pene. Lo bloqueo, y tres días después, sin advertencia, otro aparece.
Desde una línea fija 08004141 - Desde celulares *4141