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70 Aniversario Holocausto
EDITORIAL
Hitos para la memoria
Dos bombas fueron el fin en Asia. Una firma de rendición fue el fin en Europa. La historia es así, necesita aferrarse a un hecho concreto para escribirse. Y este 2015 está lleno de esos hitos, de mojones para la memoria. Son los 70 años de la liberación del campo de concentración y exterminio de Auschwitz, de la rendición nazi y las bombas atómicas. Es el centenario del genocidio al pueblo armenio. Son 40 años del fin de la Guerra de Vietnam. Son dos décadas del fin de la Guerra de Bosnia. Y la lista continúa. Cada una de estas efemérides parece estar diciendo algo: la humanidad sigue sin aprender.

No eran monstruos quienes fueron capaces de cremar niños, sino todo hubiera sido una gran fantasía. No estaban locos quienes intentaron quitarle la identidad a millones, su propia condición los hubiera justificado. ¿Quiénes eran los promotores de estas fábricas de la muerte? Para bien o para mal el hombre es el único animal capaz de tropezar dos, y más veces, con la misma piedra. Es el autor de las construcciones más maravillosas y, también, el responsable de las atrocidades más inverosímiles —en distintas escalas, claro—. Por eso en este material nos proponemos hablar de hombres y mujeres. De nosotros.

Cuando en las siguientes páginas el uruguayo Federico Balkanyi hace pública su historia, 70 años después del horror, demuestra que lo ocurrido no es tan ajeno. Es el relato de alguien nacido acá nomás, que bajaba en verano a la playa Pocitos. Cuando Isaac Borojovich vuelve al campo donde fue liberado y participa en un acto junto a gitanos, homosexuales, Testigos de Jehová, comunistas, afrodescendientes, judíos y otras colectividades, corrobora que la enseñanza es universal. Cuando se reconoce a diplomáticos por su heroísmo, y a otros se les reprocha su cobardía, se confirma la frase de Albert Einstein: “El mundo en un lugar demasiado peligroso para vivir… no por quienes hacen mal, sino por quienes dejan que las cosas sucedan”. Pasen y vean.

Tomer Urwicz
El uruguayo que sobrevivió a Auschwitz
David Pérez
Estuvo ocho meses en el campo de exterminio nazi. Robaba cáscaras de papas para no morirse de hambre y se tapaba con cadáveres para no agonizar de frío. Luego de la guerra regresó a Montevideo, donde conoció a su mujer y tuvo tres hijos. Hoy vive en San Pablo.

“En ocho meses pasé de pesar 80 kilos a 42 kilos. Era piel y hueso. Si mi liberación hubiese sido 15 días después no hubiese sobrevivido”, cuenta Francisco Balkanyi, que llegó a Auschwitz junto a sus padres el 2 de mayo de 1944 en un tren que transportó a los prisioneros que habían sido preseleccionados para el trabajo forzado.

“Dijeron que íbamos a trabajar en un campo de Hungría, pero mi padre, que había sido ferroviario en la Primera Guerra Mundial, cuando vio adónde iba el tren se dio cuenta que nos estaban llevando a Polonia”.

Su complexión física le permitió esquivar la suerte de sus abuelos maternos que a los pocos minutos de haber llegado al campo de exterminio de Auschwitz fueron derivados al crematorio.

“Enseguida que llegué me grabaron en uno de mis brazos el número 186650, que hasta el día de hoy sigo llevando con orgullo. Desde ese momento pasó a ser mi nombre, mi identidad”.

La voz de Francisco Balkanyi es una mezcla de acentos. Nació en el Hospital Pereira Rossell, en Montevideo, el 3 de octubre de 1928. Hijo único de judíos inmigrantes húngaros partió a Yugoslavia junto a Eta Rosenberg y Luis Balkanyi cuando tenía menos de dos años de vida.

La crisis mundial de 1929 jugó una mala pasada para el destino de su familia, que pensó encontrar en Cakovec —hoy ciudad croata— un porvenir opuesto al que tuvo a los pocos años de desembarcar.

Sus abuelos paternos tenían hacía varias décadas una gráfica y una librería en Lendava, una ciudad eslovena cercana a Cakovec, lo que les permitió asentarse ni bien llegaron y tener como proyecto inmediato la compra de otros dos locales destinados al mismo rubro.
Auschwitz
  • Francisco en la playa pocitos con sus padres - 1929Francisco en la playa pocitos con sus padres - 1929
  • En Yugoslavia con su familia - 1930En Yugoslavia con su familia - 1930
  • Pasaporte uruguayoPasaporte uruguayo
  • El número 186650 grabado en su brazoEl número 186650 grabado en su brazo
El bienestar impulsó el deseo de establecerse en el este de Europa Central, y el golpe de Estado que en 1933 dio Gabriel Terra en Uruguay pareció certificar aquella decisión de buscar un nuevo horizonte en otro continente.

Pero los años 30 que en un principio aparentaron ser el camino hacia la estabilidad y la calma, acabaron por construir la travesía de un viaje de difícil retorno hacia el terror y la desesperanza.

El fascismo se propagó política e ideológicamente a un ritmo feroz, asfixiante, y el regreso a Montevideo urgió como una necesidad. Ante la inminente invasión alemana a los países de Europa Central, los padres de Francisco intentaron sin éxito, en Belgrado, revalidar la ciudadanía uruguaya que el propio gobierno de Terra se encargó de invalidar.

Su libertad pasó a depender de la inalcanzable clandestinidad y las SS —Compañías de Defensa Nazi— se apoderaron de su dignidad, identidad y bienes familiares.


LA PÉRDIDA DE LA LIBERTAD
“Los alemanes encomendaron a los fascistas húngaros tomar diez judíos de rehenes. Nos encerraron en la sinagoga de Cakovec y nos obligaron a hacer una lista con los nombres de todos los judíos de la ciudad”.

En 1940 Hungría se unió a las potencias del Eje, y en menos de un año invadió con el respaldo de Alemania el norte de Yugoslavia.

La ocupación húngara de Cakovec le aseguró a Hitler tomar el control de la región sin la constante presencia de las SS y la libertad de las comunidades que los nazis perseguían se prolongó tres años más.

En 1944 se concretó la asunción al poder de La Cruz Flechada —partido húngaro fascista— y las fuerzas alemanas ocuparon Hungría.

La persecución a los judíos que aún no habían sido deportados a los campos de concentración y exterminio comenzó rápidamente y los locales de sus padres fueron confiscados.

El 16 de marzo de 1944, los comandos militares le ordenaron presentarse junto a su familia y otros nueve rehenes en un templo de Cakovec para realizar la humillante tarea de escribir una lista con los nombres de las familias judías que vivían en la ciudad.

Viajó en el primer tren que llegó a Auschwitz desde Hungría y tuvo la dicha de no ser colocado en la fila de prisioneros que fueron directamente asesinados en las cámaras de gas.

HACIA EL CAMPO DE EXTERMINIO
Los nazis lo enviaron junto a su padre a Monovitz, uno de los tres complejos que constituía Auschwitz, para trabajar en la construcción de una fábrica de productos químicos. Su tarea consistió en la movilización de artefactos de 50 kilos en recorridos largos y desgastantes.

La penuria generó un debilitamiento constante y la alimentación comenzó a ser un problema a los pocos días de convivir en la barbarie. El sueño de permanecer con vida pasó a depender de los comprometidos planes de supervivencia.

“En la noche esquivaba al guardia e iba a la cocina para robar las cáscaras de las papas que los nazis tiraban a la basura (…) El agua con la que mi madre lavaba los platos después de la comida tenía más verduras que la sopa que nos daban”.

Ante su pérdida de peso pasó a trabajar en una plantación de cebollas ubicada a pocos metros del complejo administrativo de Auschwitz.

“Los dos meses que trabajé con cebollas fueron los que me permitieron sobrevivir. Plantaba una y me comía otra, plantaba una y me comía otra (…) Quien se encargaba de vigilarnos era un prisionero político que gozaba de algunos privilegios pero no le interesaba apuntarnos”.

El avance soviético sobre el frente oriental empujó a los alemanes a retirarse de Polonia y a evacuar los campos de concentración y exterminio.

La partida de los nazis junto a los judíos sobrevivientes pareció haber dejado atrás la faceta más cruel del terrorismo y el genocidio, y aunque en cierta medida significó el final de las intoxicaciones a gran escala, el agobio no cesó hasta el día en que los Aliados liberaron a los prisioneros.

“Se conocen como las marchas de la muerte. El 28 de enero de 1945 los sobrevivientes partimos junto a un grupo de nazis en la época más fría del invierno polaco. Caminamos 24 horas desde Auschwitz hasta Katowice y nos metieron en vagones abiertos de tren. Viajamos como ganado durante una semana. Me tuve que tapar con los cadáveres congelados para no morirme de frío. De los 200 judíos que habremos entrado, solo unos 20 llegamos con vida a Alemania”

Llegó a Buchenwald —un campo de concentración ubicado en la ciudad alemana de Weimar— cuando la desorganización dentro de los centros de reclutamiento era cada vez mayor.

La liberación se logró el 11 de abril de 1945. El Ejercito de los Estados Unidos ocupó el sitio y al mes siguiente se reencontró con sus padres en Cakovec. El tiempo confirmó que fue uno de los únicos núcleos familiares que sobrevivió entero a Auschwitz.


LA RECUPERACIÓN DE SU IDENTIDAD
“En 1946 la Cancillería hizo un decreto especial para que quienes sobrevivimos pudiéramos tener el pasaporte. Fui a la embajada uruguaya en Belgrado”. Regresó a Montevideo en 1948 con la ayuda de un tío de Artigas que tramitó en el Ministerio de Relaciones Exteriores el permiso para que le otorgaran el pasaporte uruguayo en Yugoslavia.

  • FranciscoFrancisco Balkanyi
En 1951 el amor le presentó a Rita Murnik, futura esposa y madre de sus tres hijos uruguayos. Tuvo dos fábricas de ropa y se dedicó a la producción de prendas de cuero que llegó a distribuir en varios departamentos del país.

Por la inestabilidad que vivía el Uruguay en los años 60 y ante el posible advenimiento de una dictadura, se marchó a San Pablo junto a su familia. “La dictadura militar es, ideológica y filosóficamente, muy similar al fascismo. No quería pasar otra vez por campos de concentración. No quería pasar por todo lo que pasé durante la Segunda Guerra Mundial”.

La guerra significó un punto de inflexión que dividió su vida en un antes y un después. Durante mucho tiempo se mantuvo alejado a la cultura alemana y le fue muy difícil poder apartarla del Nazismo.

“Los primeros años después de la guerra no quería saber nada con volver a Alemania. No le quería comprar nada. Pero después de unos años se me pasó. Fui a Frankfurt más de una vez a las famosas ferias textiles (…)

En el presente Alemania es más democrática que muchos países europeos. Es uno de los países que más persigue el antisemitismo y el racismo”.

Hoy tiene el derecho a votar en Brasil y Uruguay. Porque la historia obligó que 70 años más tarde, a quien alguna vez le intentaron arrancar la memoria, tenga el valor de elegir su propio camino.
El fenómeno “hijos de”
Una huella indeleble
Yael Ferreira
Están marcados a fuego por el destino que les tocó. Pueden pasar los años pero las heridas no se borran. A 70 años de terminada la Segunda Guerra Mundial, las secuelas psicológicas del Holocausto siguen afectando no sólo a quienes lo vivieron en carne propia, sino también a sus descendientes.

Se suele hablar de una “identificación radioactiva”. Es comparable con el hecho de sacarse una placa. Si bien la radiación es invisible a los ojos, es sumamente profunda: penetra en los huesos. El Holocausto provocó una serie de secuelas en las sucesivas generaciones, que no son fácilmente apreciables a simple vista. Se manifiestan a largo plazo y son diferentes en cada individuo. Lo cual pone de manifiesto la enorme repercusión que puede tener un acontecimiento.

“El Holocausto marcó, marca y marcará la subjetividad de millones de personas, por décadas”, dice el psicólogo Rony Cohn, quien dedicó su tesis de grado en la Universidad Católica del Uruguay a investigar las huellas psicológicas que generó dicho fenómeno en las diferentes generaciones. Algo similar sentenció Isaac Rabin. El ex primer ministro de Israel y premio Nobel de la Paz expresó que el Holocausto es “una parte de la historia de cada uno de nosotros, aun no habiendo estado allí”.


“HIJOS DE”
Edificio que formó parte del gueto de Varsovia ubicado en la calle Prozna
A nivel psicológico, hay una serie de rasgos distintivos que comparten los descendientes de los sobrevivientes. Ser o no ser. Esa es la principal característica de la “segunda generación” —los hijos de quienes se salvaron—. Su objetivo es mantener el mandato de sangre pero, a su vez, buscan construir su propia identidad.

Los sobrevivientes suelen inculcarles a sus hijos la idea de que son los abanderados de su causa, los que deberían llevar adelante sus ideales reivindicativos, cuenta Cohn. Inconscientemente, muchos hijos se sienten cargados de obligaciones y responsabilidades, particularmente, con el deber de compensar las pérdidas irreparables que sus padres han sufrido. Y si bien mucha información es transmitida por el testimonio oral, los sobrevivientes, fundamentalmente, lo hacen a través del lenguaje no verbal.

Los nietos de los sobrevivientes —la “tercera generación”— son más provocadores y desafiantes. Proponen romper con el silencio. Preguntan y cuestionan todo aquello que la segunda generación no se animó. También son más activos. Suelen, por ejemplo, organizar acciones concretas que ayuden a no perder la memoria, a cuestionar, a interpelar.

Es una generación bisagra, que tiene un papel fundamental: asegurar que las futuras generaciones no ignoren las situaciones traumáticas que enfrentaron sus ancestros ya que, actualmente, son cada vez menos los sobrevivientes que pueden dar a conocer su mensaje.

Para ilustrar claramente lo que le sucede a cada generación, el psicólogo explica que el Holocausto resulta indecible para la primera generación, innombrable para la segunda e impensable para la tercera.
Monumento Holocausto
EL SOBREVIVIENTE: UN SER ESPECIAL
“El sobreviviente es un ser con una sensibilidad exacerbada”, dice el psiquiatra Miguel Cherro, quien también es autor de Giza, la niña de la maleta, libro que cuenta la historia de Giza Alterwajn, una sobreviviente del Holocausto que vive en Montevideo, quien fue sacada de contrabando del guetto de Varsovia.

La forma en que cada sobreviviente experimentó, retuvo y transmitió el Holocausto es única, debido a la diversidad de perfiles psicológicos. Si bien se expresa de diferentes maneras, lo común es el sufrimiento y la afectación.

El sobreviviente transita por un duelo especial, que tiene características particulares. Según lo que investigó Rony Cohn, la persona no enfrenta una sola pérdida sino que se ve a afectada por todos los muertos anónimos que pasaron por la misma circunstancia. También afronta la destrucción de su medio familiar, cultural y comunitario, el que compromete la preservación de su integridad. Por último, el tiempo parece quedar congelado, con la idea de no haber salido nunca de los guettos o de los campos de concentración.

Hay una serie de manifestaciones patológicas que suelen padecer aquellos que vivieron el Holocausto. Conforman el “síndrome del sobreviviente”. Hay quienes tienen estados depresivos crónicos, temores constantes o la tendencia al aislamiento, a lo que se suma el insomnio y la ansiedad.

“¿Qué hice yo de bueno para estar vivo?”. El sentimiento de culpa, según Cohn, es el gran síntoma. Es frecuente que los invada la culpa de haber sobrevivido, a diferencia de muchos de sus seres queridos que no lo lograron. Incluso puede estar presente la idea de que podrían haber hecho las cosas de otra forma.

No hablar del Holocausto es común en los sobrevivientes. Primero, por el shock emoemocional que genera enfrentarse nuevamente con la memoria de los hechos. Segundo, por la imposibilidad de expresar en palabras ese “horror innombrable”. Tercero, por temor a no ser creído o molestar al otro.
AL RESCATE DE LO POSITIVO
Es común vincular el Holocausto a lo patológico y a lo negativo. Sin embargo, las huellas generadas por el Holocausto pueden transformarse en aprendizajes, valores o altruismo.

Chil Rajchman fue uno de los pocos sobrevivientes del campo de exterminio de Treblinka. Tuvo un rol activo, contribuyó a la denuncia, participó en diferentes juicios como testigo contra dirigentes nazis, dio charlas y publicó un libro que fue traducido a varios idiomas. Así como hubo gente que prefirió no volver a hablar, él siempre sintió que esa era su misión en su vida en Uruguay de posguerra y en el mundo: contar para que no vuelva a suceder.

“Nos enseñó a saber lo que sucedió pero no a odiar. Es el legado que recibimos y que tratamos de continuar”, dicen al unísono Andrés y Daniel Rajchman, dos de los hijos de Chil, quien ya falleció. Pero, ¿qué implica ser familiar de un sobreviviente del Holocausto? ¿Cómo lo viven? Sus hijos y sus esposas coincidieron en que no es un peso ni una responsabilidad, sino que buscan seguir con su mensaje y que lo hacen “con mucho gusto”.

Toda la familia está involucrada con la causa. El hijo de Daniel, Nicolás Rajchman, participa en el Proyecto (educativo) Shoá. Se trata de una actividad dirigida a liceales, donde se aborda la historia global del Holocausto, en paralelo a la historia de Chil, con el objetivo de reflexionar sobre valores y derechos humanos. “Esperamos que sea un disparador para generar un cambio de conciencia en la gente, porque un pueblo que olvida su pasado, está condenado a repetirlo”, sentencia Nicolás.
Isaac Borojovich: “Lo único que yo tenía en la mente era que tenía que sobrevivir”.
Volver al campo 70 años después
Daniela Bluth
No hay un día en que Isaac Borojovich no recuerde lo que vivió durante la Segunda Guerra Mundial. Quizás no invoque con precisión los nombres y las fechas, pero hay imágenes que hasta el día de hoy deambulan por su cabeza. La más fuerte, dice sin dudar, es la del día en que los nazis “arrancaron” a su hermana menor, Itele, de los brazos de su madre. “Eso es lo que más lastima mi ser humano. Mi hermanita tenía sólo seis años”.

Pero los recuerdos son muchos, desordenados y cargados de sentimientos encontrados, de angustia y también de orgullo. Guetos, campos de concentración, bosques helados, barracones hediondos, hambre y dolor. “Hasta el día de hoy tengo pesadillas. Mi esposa dice que me muevo y grito. Y debe de ser cierto”, cuenta, sin perder el sentido del humor y ese optimismo que seguramente tuvo tanto que ver en su camino hacia la supervivencia.

A Isaac, de 87 años, le gusta contar su historia. Lo hace cada vez que puede y que encuentra a un interlocutor interesado. “En Uruguay la historia del Holocausto se empezó a conocer a partir del caso de Ana Vinocur, antes se sabía muy poco, nadie me preguntaba nada. Por eso prefiero ir adonde hay gente joven y niños”.

De hecho, por estos días Isaac acaba de regresar de un viaje que lo llevó, por tercera vez desde el fin de la guerra, a Bergen-Belsen, el campo donde hace 70 años, el 15 de abril de 1945, vivió la liberación del régimen nazi. Esta vez no sólo participó en un homenaje, sino que también se volvió el protagonista del documental Menazka (“La cacerola”), dirigida por el catalán David Serrano Blanquer, autor del libro Isaac Borojovich y la memoria uruguaya de la Shoá (Trilce, 2013). Bajo una llovizna persistente y la atenta mirada de un equipo de 14 personas, Isaac recorrió las instalaciones del campo, hoy convertido en un memorial, e hizo una pausa para dejar un ramo de rosas en la tumba de Anna Frank.
Isaac Borojovich
—¿Cuánto influye su historia en su forma de encarar la vida después de la guerra?
—Soy más fuerte que cualquiera de los que no han sufrido, que se ahogan en un vaso de agua. Yo razono de otra manera… Cualquier persona en mi situación sabe diferenciar lo importante de lo que no lo es. Me adapto a todo también. Eso sí, soy gritón, demasiado, pero al ratito se me pasa. Exploto. Quizá porque adentro de mí siempre hay recuerdos.

ASTUCIA. Cuando empezó la guerra, Isaac tenía 12 años. Había nacido el 15 de agosto de 1927 en la pequeña localidad de Svir, que en aquel entonces pertenecía a Polonia. Allí convivían 1.100 judíos y 900 cristianos, más unos pocos rusos que se dedicaban a la pesca. La colectividad judía, en cambio, funcionaba en torno al comercio, con pequeños negocios familiares, como sastrerías, tiendas de alimentos y carpintería. La familia de Isaac, formada por sus padres y su hermana pequeña, no era la excepción. Su padre, Israel Zlotejablko, era un comerciante que trabajaba simultáneamente la fruta y el cuero. “Cuando vino la guerra mi padre bajó muchísimo su fuerza. Yo tuve que encargarme de traer la comida a casa. Y para eso me tenía que escapar. Me escapaba 20 veces igual”, comenta. El escenario cambió cuando, en 1939, esa zona pasó a dominio soviético. De su grupo familiar más amplio, que reunía unas 30 personas, sólo sobrevivieron a la guerra él y su madre, Sprintze Buskaniec.

—¿Desde un principio fue consciente de lo que estaba viviendo?
—Más que consciente. Lo único que yo tenía en la mente era que tenía que sobrevivir y dar el bienestar, o sea la comida, a mi familia. Tan fuerte me lo puse en la cabeza que el resto me resbalaba todo. Lo único que quería era vivir y traer comida, porque no había nada para comer. Cuando mi pueblo se transformó en un gueto conseguí trabajo en una cantina de alemanes. Yo cortaba leña y traía las sobras a casa.

Entre 1942 y 1944 Isaac pasó por dos guetos —Michaliszki y Vilna— y seis campos de concentración: Viivikonna, Vaivara, Ereda, Stutthof, Dormettingen y, finalmente, Bergen-Belsen. Más allá de las diferencias, él siempre tuvo claro que para sobrevivir había que conjugar fortaleza y astucia.

—¿Cuáles fueron las decisiones más extremas que tuvo que tomar?
—Fueron muchas. Pero en una oportunidad salvé mi vida escondiéndome en un pozo negro. Eso me afectó y me sigue afectando todavía. Fue en Estonia, en el campo de concentración de Vaivara. Una noche nos hicieron formar en una de las plazas del campo. Yo me imaginé que nada bueno podía pasar. Le dije a mi padre: “Me quiero escapar”. Y él me respondió: “¿Cómo te vas a escapar? Te van a matar los alemanes…” Entonces mi mamá, que me apoyaba siempre, me dijo: “Hacé lo que te diga tu corazón”. Ahí logré escaparme y corrí hasta un pozo negro que había cerca de la plaza y allá me metí. Estuve 4 o 5 horas, ni me acuerdo cuánto… Estaba sumergido hasta los ojos pero con los brazos hacia arriba, para no hundirme. Cuando sentí que ya no había barullo, salí. Y vi que a todos los niños de mi edad se los habían llevado. A los pocos días empecé con fiebre tifoidea, probablemente como consecuencia de las horas en el pozo.

Esa es quizás la experiencia más extrema que recuerda. Pero fueron muchas. Su mayor preocupación pasaba por conseguir buenos trabajos que le permitieran conseguir comida y sobrevivir. Así, logró destacarse en oficios para los cuales, obviamente, carecía de formación. En la vida de los guetos, se volvió experto en lustrar las botas de los militares alemanes sin necesidad de pomada. “¿Sabés cómo? Con la parte de madera del cepillo refregás el cuero y cuando la bota está caliente, pasás una franela y brilla”, cuenta orgulloso. También se volvió el más requerido para cortar la leña que alimentaba las estufas de capos y generales, casi siempre a cambio de un trozo de pan. Durante un tiempo trabajó en una fábrica de carbón, pero el contacto con tanto polvo terminó por hacerlo enfermar de pleuritis. Más de una vez desafió los límites, como cuando engañó a un médico para lograr permanecer en el block de los enfermos o cuando, trabajando para un capo, hizo tareas para otro que pagaba mejor.

Sobrevivir al frío del invierno sin demasiado alimento en el estómago ni mucho abrigo en el cuerpo tampoco fue fácil. Pero Isaac siempre apelaba a recursos que tomaba de los lugares más insólitos. “Una noche, en el campo de Ereda, uno de los más precarios, tuve que irme y dormir a la intemperie con 23 o 24 grados bajo cero. Se congela la gente, ¿verdad? ¿Cómo no me congelé entonces? Yo de niño tenía un librito que decía que los esquimales para protegerse del frío hacen un pozo en la nieve y se tapan con ella. Eso mismo hice yo y fui de los pocos que no se congelaron”. En ese mismo campo Isaac vio a su hermana por última vez. Recién dos años más tarde se enteró de que el camión en el que la vio partir tenía como destino Auschwitz.

VOLUNTAD.
Cuando llegó a Bergen-Belsen, un recluso veterano le advirtió que allí nadie sobrevivía más de dos o tres semanas. Isaac superó los cuatro meses. Este campo, que comenzó a funcionar en 1940 y cuya finalidad fue cambiando con los años, resultó uno de los más crudos de la guerra. Llegó a albergar alrededor de 95 mil personas, de las cuales murieron la mitad. “Allá nos acostábamos en el piso 20 o 30 personas y la mitad no se levantaba. No mataban a nadie, pero al parecer nos envenenaban la comida con vidrio molido, al menos eso dicen algunos. Cuando entraron las fuerzas aliadas inglesas había 15 mil cadáveres tirados por todos lados”.

—¿Había lugar para la amistad en ese contexto?
—Sí, se daba. De mi edad había pocos niños, entonces nos juntábamos 4 o 5 y de noche nos atábamos con una cadena. Cuando tocaban a uno nos despertábamos todos, porque era muy común que las personas se robaran unos a otros por comida. Ahí conocí a Aron Balbayski, que también sobrevivió y vive en Buenos Aires. Él estuvo conmigo todo ese tiempo, éramos carne y uña en los campos. Hasta hoy en día nos vemos.
Bergen Belsen
—De su familia solo sobrevivieron usted y su madre. ¿Cómo fue el reencuentro con ella?
—Seis días antes de la liberación, Aaron me avisa que viene gente, mujeres de Vilna… Me acerco hasta los alambrados y ahí aparece mi madre. Hacía más de un año que no nos veíamos. Ella no me reconoció, estaba muy flaco, pero yo sí a ella. Después no la volví a ver. Y cuando llegó el día de la liberación, el 15 de abril, yo estaba buscando ropa, comida, y a mi mamá. A los tres días no pude más, me quedé tirado en una de las calles del campo. Pero ella me encontró. Yo le dije: “Menos mal que te encontré antes de morir, te quería ver”. Un médico holandés que me revisó dijo que clínicamente tenía que estar muerto. Tenía disentería pero también mucha voluntad, por eso sobreviví.

A los pocos días Isaac y su madre fueron trasladados fuera del campo y alojados en un edificio donde antes vivían y trabajaban los oficiales nazis. Para permanecer juntos, ella lo vistió de mujer. La recuperación fue más rápida de lo imaginado y al tiempo ya estaban pensando en su futuro: Uruguay. El primer destino fue París, donde recibieron ayuda para organizar los documentos que les permitirían cruzar el océano Atlántico.

—¿Por qué Uruguay?
—Yo quería ir a Israel, pero mi mamá quiso venir acá porque tenía dos hermanos que habían venido antes de la guerra. No sabía nada del país, pero era un paraíso. Lo que nunca voy a olvidar es que en aquella época los judíos acá vendíamos puerta a puerta. Cuando yo golpeaba, la gente me llamaba “el francesito” y me decía: “mirá, no necesito nada, pero para ayudarte te voy a comprar igual”. Así vendí de todo, hasta perezosos llevaba.

—¿Cuál es el sentimiento hacia Uruguay?
—Agradecido por todo lo que me dio. Aunque a veces siento bronca de que mucha gente no nos comprende.

—¿Se ha cruzado con personas que cuestionan el Holocausto?
—La mayoría cree muy poco. Yo mismo no puedo imaginar todo lo que he pasado, no puedo creer todo lo que he aguantado, entonces, ¿qué puedo pretender de un ser que ni me conoce? Es muy difícil. Por eso hay que demostrarlo, ¿y quién lo hace? Yo, un sobreviviente cuando habla y cuenta la historia.

Isaac Borojovich
UNA VIDA NUEVA
Isaac llegó a Uruguay en setiembre de 1946. Lo recibió su tío Mauricio, hermano de su madre, quien lo alojó en su casa de la calle Tristán Narvaja. También fue él quien lo presentó para su primer trabajo: vendedor puerta a puerta. Las dificultades para hacerse entender en español lo impulsaron a anotarse en la escuela nocturna Sarmiento, en la calle Canelones, donde además de aprender el idioma obtuvo el carné de estudiante, con el cual tenía descuento en los pasajes de tranvía.

En 1952 su madre se volvió a casar con Aron Borojovich, un letón que había emigrado a Uruguay antes de la guerra y de quien Isaac toma el apellido. “Él era un hombre muy bueno y me adoptó como hijo”, recuerda emocionado. Y se apura en explicar: “Agregué su apellido por varias razones. Primero, por agradecimiento. Segundo, porque el mío era tan difícil que ya no podía con él, y entonces firmo Borojovich. Pero en mi documento aparecen los tres apellidos, también el de mi madre”.

A Raquel Hecht, su esposa desde hace 53 años, la conoció en 1960. Tienen cuatro hijos: Israel, Aída, Yael y Marcela. Y van por los cinco nietos. “¿Sabés cuántas veces nos peleamos? Nunca. Pero la buena es ella, no yo”, bromea Isaac. Junto a su cuñado Jacobo, en 1966 abrió un negocio de electrodomésticos al que llamó París Televisión; hoy está jubilado. Volvió a Bergen-Belsen tres veces, la última para filmar un documental con su historia.
Diplomáticos que dieron el ejemplo
Marcelo Soba
En el momento más decepcionante de la humanidad, existieron personas que arriesgaron sus vidas y la de sus familias para salvar a los judíos de la masacre nazi. Fueron nombrados “Justos entre las Naciones” por la fundación Yad Vashem. Son más de veinticinco mil en el mundo, y si bien no hay ningún uruguayo reconocido, hay registros de “salvadores” orientales.

Los castigos que imponían los nazis a quienes ayudaban al “enemigo” dependían del país donde fueran descubiertos, y podían variar entre su encarcelamiento o el asesinato junto a toda su familia.

Estas amenazas no intimidaron al embajador uruguayo en Holanda, Carlos María Gurméndez, quien arriesgó su vida y la de su familia para salvar a 20 judíos. Tampoco asustaron a Florencio Rivas, un cónsul de Hamburgo, que se calcula emitió centenares de documentos para ayudar a los perseguidos. Y hasta hubo acciones menos masivas, como las del doctor Alejandro Pou, que trasladó a un profesor junto a su esposa desde Berlín hasta Bélgica.

El Consulado de Hamburgo estaba lleno de gente. Más de 150 personas se refugiaban en la famosa Noche de los Cristales Rotos, en 1938, donde el régimen nazi coordinó incendios y saqueos en Alemania y Austria.

Según el testimonio de Carlos, documentado en La vida empezó acá, de Teresa Porzecanski, después de que los judíos “estaban amontonados”, el cónsul Florencio Rivas, a quien también se lo puede conocer como Florentino, hizo cerrar la puerta para evitar el ingreso de los agentes de la SS. En ese momento, Rivas se paró en la puerta con un pabellón nacional y amenazó: “Este es territorio uruguayo. Aquí nadie puede entrar sin mi permiso ni sin permiso de mi gobierno”. Y no entraron.

En Berlín, el doctor Alejandro Pou se preocupaba por dos profesores que no interactuaban con nadie en el ámbito académico. “Después de que los conoció, papá se dio cuenta de que no le contaban nada a nadie, ni a los hijos. Todo por miedo”, aseguró María Julia Pou, su hija.

El médico tenía matrícula diplomática gracias a su condición de agregado cultural por el Gobierno uruguayo. Esa ventaja fue la que le permitió trasladar de manera clandestina hasta Bélgica a uno de los profesores con su esposa.

En 1961, la exsenadora Pou acompañó a su padre a Alemania y se emocionó cuando los cómplices se encontraron. Si bien la esposa del expresidente Luis Alberto Lacalle se acuerda de anécdotas que se contaban en la familia, dijo no encontrar una carta que le envió el profesor luego del reencuentro.

Este caso está en estudio a cargo de la fundación Raoul Wallenberg —nombre del diplomático sueco que salvó a miles de judíos húngaros. Hasta el momento no hay uruguayos condecorados.

Danny Rainer, de la fundación Wallenberg, contó desde Israel que hace unos meses hicieron un llamado público en Uruguay a través de la Embajada uruguaya y el Semanario Hebreo para solicitar información sobre más casos.

Rainer adelantó que han tenido varias respuestas. “La gente aporta datos, pero todavía estamos en una fase prematura de las investigaciones y, por razones obvias, no podemos divulgar información”, puntualizó.

En 1940 los Países Bajos eran invadidos por las tropas nazis. La reina se escapaba a Inglaterra mientras cientos de paracaidistas conquistaban el suelo holandés.
Diplomáticos
La Embajada uruguaya era una gran mansión pero parecía pequeña para la cantidad de gente que se “agolpaba en habitaciones y escaleras”, cuenta 34 años después Kurt Ibson, radicado en Nueva York, en su texto Reminiscencias.

El documento firmado por Ibson, que en realidad era Israel de apellido, relata lo que luego confirmaría a El País una persona que ha estudiado el caso del embajador Carlos María Gurméndez desde hace mucho tiempo.

El investigador, que pidió resguardar su identidad, mostró distintos documentos donde se encuentran, entre otras cosas, la lista emitida por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania con los nombres de la delegación y testimonios de los sobrevivientes traducidos desde la Embajada de Holanda.

Como embajador uruguayo en Holanda, Carlos María Gurméndez otorgó visas, pasaportes y nombró a gran parte de los refugiados en la embajada con títulos diplomáticos. De esta manera, hubo personas que no sabían ni una palabra de español y fueron traductores oficiales. Otros, sin la venia del Gobierno uruguayo, fueron designados cónsules y vicecónsules.

Todos quedaron incluidos en el grupo de personas que abandonarían el país en un tren blindado. El éxodo incluía a todos los integrantes de las embajadas reconocidas en La Haya.

El tren estaba detenido, el resto de los cuerpos diplomáticos esperaban refugiados adentro. Afuera, un embajador uruguayo se paró delante de los oficiales nazis junto a toda su familia para defender a su delegación con 20 judíos.

Los agentes del régimen dudaron, vacilaron, sabían que esos veinte títulos diplomáticos eran inventados, pero por fortuna cedieron. Del otro lado de la frontera, se encontraba mucho más que Suiza: allá los esperaba la vida.
Carta Ciudadania Uruguay
NO TODOS QUERÍAN AYUDAR
Ante el pedido de colaboración del embajador Gurméndez a sus colegas en los Países Bajos, las respuestas no fueron todas favorables. La solicitud se valía del derecho de asilo de las convenciones de Montevideo y La Habana y algunos diplomáticos ayudaron, como los mexicanos y los venezolanos, pero otros fueron displicentes. El caso más conocido fue el del embajador argentino, Carlos Brebbia.

Brebbia presentó un informe a su gobierno donde clasificaba a los judíos residentes en Holanda con “la categoría de los magnates de la finanza, de la industria y del comercio”. Esta calificación era la más utilizada por los líderes nazis para manipular a su pueblo.

El diplomático explicó al gobierno de su país que el derecho de asilo debe ser utilizado si el peligro del asilado es un peligro de vida. El embajador encontró discutible esa condición en los tiempos que se vivían. También argumentó, basándose en los principios de las convenciones, que “no se justifica dar asilo a una persona perseguida por la autoridad regular”. De esta manera, legitimaba la autoridad de los invasores.

Gurméndez recibió por parte del embajador argentino la respuesta diplomática de colaboración en la medida de que alguien la solicitara. Según rumores que manejan los investigadores, una persona se suicidó en la puerta de la embajada de Argentina tras serle negada la solicitud de asilo.
Un pasaporte para seguir viviendo
Conservar el pelo
Gueto
Martín Tocar
El día en que los alemanes invadieron Polonia, Basia Taube volvía de veranear junto a sus padres y su hermana. La estación central de Lodz era un caos y ya se rumoreaba que Alemania pasaría la frontera. Se terminaban las vacaciones; comenzaban las clases y la Segunda Guerra Mundial.

En cuestión de días todo cambió. La estrella amarilla suplantó al uniforme liceal, un pequeño dormitorio destartalado reemplazó al lujoso apartamento, y lo que antes era un agujero en el piso pasó a ser un baño. Basia —nacida en Lodz, Polonia, 13 años atrás— se transformó en ciudadana de última categoría.

En ese entonces, confiesa sin rodeos, era una joven muy bella, dotada de una melena rubia envidiable que le llegaba a la cadera y unos ojos celestes que aún hoy, a sus 89 años, siguen llamando la atención de cualquier interlocutor. “Vos ahora ves a una vieja, pero antes era muy bonita”, dice entre risas.

Como quien cuenta la misma historia mil veces, va de atrás para adelante constantemente y maneja cada detalle. En un español que no oculta los vicios del inmigrante —arrastra las erres y habla pausado buscando las palabras adecuadas— se larga a contar su historia. En cuatro horas de charla que alcanzan para que, como buena abuela, repita alguna anécdota, Basia Taube cuenta lo que fue vivir —y sobrevivir— al Holocausto.

SOBREVIVIR AL GUETO
Los nazis tomaron la ciudad de Lodz el 8 de setiembre de 1939, cuando la guerra recién llevaba una semana. Desde entonces, “si pasaba un soldado alemán por la vereda en la que estabas caminando, tenías que bajar a la calle y abrirle el paso”. El gueto, sin embargo, no quedó terminado hasta febrero de 1940, así que Basia y su hermana Sara siguieron concurriendo al liceo judío de la ciudad unos meses más.

RECETAS IMPROVISADAS
Durante seis años no vieron frutas, ni carne, ni huevo, ni pescado. Aun así, se las ingeniaban para improvisar, durante su estadía en el gueto, alguna receta con lo poco que les daban. Ríe al recordar unos buñuelos que hacían con la borra del café (que más que café, era como cebada quemada). “Durante algunos días, íbamos juntando la borra. Después agarrábamos unas cucharadas de azúcar, mezclábamos y quedaban una especie de buñuelos, tan amargos que pinchaban la garganta”.

En Auschwitz, por otra parte, tuvo la suerte de ser designada para servir la sopa. “No te podés imaginar el privilegio que significaba. La sopa era pura agua, salvo algún pedazo de papa que flotaba por ahí. Entonces yo aprovechaba y, cuando pasaba mi madre o mi hermana, buceaba con el cucharón y les daba lo mejor que podía encontrar. Por mi parte, cuando terminábamos de servir nos quedábamos a limpiar. Entonces podíamos rescatar lo que quedaba en el fondo del bidón, que era un poco más de lo que se servía. Eso me permitía comer algo más sustancial y, a la larga, terminó haciendo la diferencia”.
Un día, al volver de estudiar junto a su hermana, notó que unos militares uniformados con el símbolo de la SS allanaban su casa. Por suerte sus padres habían huido a tiempo a la residencia de unos tíos. Sin previo aviso se vieron obligados a vivir con otras dos familias. Eran dos piezas para 14 personas. “Estábamos todos hacinados durmiendo en la misma cama, alternando pies y cabeza para entrar mejor. Como sardinas”. No había baño siquiera. “Si queríamos hacer nuestras necesidades, teníamos que bajar tres pisos por escalera porque en el patio había como una casita con un pozo negro. Me acuerdo de mirar el agujero y ver miles de bichos y larvas. Una cosa horrible”.
Basia Joven


De la vida en el gueto (barrio cerrado en que vivían los “no arios”), Basia recuerda, sobre todo, el hambre y el frío (“cuando digo frío, te hablo de 15 grados bajo cero”) y al hacerlo evoca las canillas congeladas y el balde que hacía las veces de bañera. Al cabo de unos meses, se instalaron fábricas y talleres. El que trabajaba recibía unas tarjetas que luego se canjeaban por comida. “Hacíamos cola durante horas para recibir 100 gramos de azúcar, otros 100 de mermelada y 250 mililitros de aceite, cada dos semanas”. También recibían una porción de pan cada ocho días, no más grande que una hoja A4.

—Por suerte mi madre era disciplinada y dividía la porción por día y por persona. Cada día nos daba lo que correspondía. Además, como tantas otras madres, se aseguraba de cortar pedazos más grandes para sus hijos, sin que nos diéramos cuenta. Pero lo más importante fue tener una porción para cada día. Otros, como mi tío, se comían todo enseguida.

Ese tío, quien por no aguantarse lo comía todo, fue el primero en morir y el primer cadáver que vio Basia. “Tener 13 años y ver esas cosas es algo terrible. Me acuerdo que me negaba a entrar a casa hasta que sacaran el cuerpo”. Al rato, aquello se volvió algo normal. “En poco tiempo murió un primo, después una prima, otro tío y así uno atrás de otro se murieron casi todos”.

Más de 200.000 judíos habían entrado al gueto a comienzos de 1940. Cuatro años más tarde, en agosto de 1944, todos los que quedaban fueron deportados. No llegaban a 10.000. Basia, su hermana y sus dos padres seguían con vida. Pero cuando parecía que nada podría ser peor que aquel horror, fueron trasladados a Auschwitz.

—La vida en el gueto era una pesadilla. Lo que pasa es que, al lado de los campos de concentración y exterminio, no parece tanto. Pero moría gente todo el tiempo, en la calle misma la gente caía muerta. No teníamos saneamiento, de abrigo casi nada y trabajábamos 12 horas por día para recibir una porción de pan por semana. Allí, en esas condiciones, pasamos la mayor parte del tiempo.

—Mientras estaban en el gueto, ¿ya sabían de laexistencia de los campos de concentración?
—Para nada. Lo que tenía el gueto de Lodz es que, a diferencia de otros como el de Varsovia, estaba herméticamente cerrado. Estaba circunvalado por un alambre de púas y cada un par de metros había un centinela con un fusil. No podías ni acercarte. Tampoco podíamos tener radio; si tenías te mataban. No podíamos salir ni escuchar noticias del mundo exterior.

Por eso cuando llegó a Auschwitz, Basia pensó que los llevaban allí para trabajar. “Como vimos chimeneas y barracas, pensamos que eran fábricas”, cuenta. No estaban tan errados; habían llegado a la infame fábrica de la muerte. En la primera selección, que separaba a hombres y mujeres, vio a su padre por última vez. Ya el primer día advirtió que sería imposible salir de ahí. “Acá se sale solamente por el humo de las chimeneas”, le dirían luego los demás prisioneros.

PASAPORTE PARA LA VIDA
Después de las famosas selecciones, aquellos que se salvaban de ser enviados directamente a las cámaras de gas debían pasar por un intenso proceso de desinfección —así lo llamaban los nazis.

Sin más que sus cuerpos desnudos, miles de mujeres marchaban manos arriba ante la atenta mirada de los soldados. Primero les revisaban las partes íntimas, no sea cosa que llevaran algo de valor escondido, después les sacaban los arreglos y dientes de oro, y finalmente las rapaban.

Por alguna vuelta del destino que aún hoy Basia no lograr entender, los soldados le dejaron su pelo rubio. Mientras que a las demás prisioneras las raparon a máquina, a Basia le tocó una tijera que le dejó el pelo no mucho más corto de como lo lleva hoy.

—Fue algo inexplicable. Cuando llegué a que me raparan, un soldado que custodiaba hizo un gesto a la muchacha que tenía la maquinita. La mujer, entonces, agarró una tijera y me cortó el pelo, pero no todo como a las demás. Entonces le dije a la chica: “Esa es mi mamá y mi hermana”. Y las hizo pasar y también les cortó con tijera. No te puedes imaginar lo que significaba aquello. Entre las 2.000 que llegamos ese día, éramos las únicas tres con pelo.

En el campo, cualquier detalle podía significar vivir un rato más. Para Basia, el pelo rubio era el único vestigio que quedaba de su vida anterior y fue, según cuenta, lo que le permitió burlar una muerte segura.
Auschwitz
—¿Por qué creés que te dejaron el pelo?
—No lo sé. Probablemente le habré recordado a una hija o a su novia, no sé. Capaz le parecí linda y lo conmoví. La cuestión es que a partir de entonces me destacaba de las demás. Era lo más parecido a una persona que había entre las prisioneras.

OTROS DESTINOS
En Auschwitz estuvo poco más que dos meses. Antes de que llegara el invierno de 1944, la trasladaron junto a su hermana al campo de concentración de Bergen-Belsen, en Alemania.

“El día en que los nazis estaban tatuando los números en los brazos, pasaron dos SS y sacaron a varias mujeres de la fila. Me sacaron a mí, a mi hermana y a mi madre, así que a ninguna de nosotras nos tatuaron”. En cambio, fueron enviadas a Birkenau (a unos kilómetros de Auschwitz), donde vio por última vez a su madre. “Se había enfermado de pulmonía y, entre el hambre y el frío, estaba muy débil, entonces la dejaron allí”. Basia y su hermana, ya huérfanas, se subieron a un tren camino a Bergen-Belsen.

Aquel trayecto de siete días en tren fue “la pesadilla más horrible que podía existir”. Sin comida ni agua, y sin saber adónde las llevaban, alrededor de 50 mujeres se turnaban para respirar. En el medio del vagón había un balde para que hicieran sus necesidades. “Por más que quisieras aguantar, llegaba un momento en el que no podías más”. Como aquellos no eran trenes de pasajeros sino de carga (de esos que transportan el ganado), los vagones carecían de amortiguación. Entonces salpicaba por todos lados. Para soportar el hedor, todas se abalanzaban contra las paredes, en busca del aire que se colaba entre unas “pequeñas ranuras” que había. “Era inhumano”.
Gueto
Cada tanto, el tren paraba y los soldados mandaban vaciar el balde. “Después nos daban, en ese mismo balde, un poco de agua para tomar. Y nosotras estábamos tan desesperadas que nos tirábamos encima del balde. Los nazis, en lugar de cerrar la puerta, miraban y reían. Para ellos era un show. Al final, agarraban el balde y nos tiraban encima el agua que quedaba. Lo único que nos quedaba hacer era lamernos el cuerpo para agarrar un poco más de agua”.

En Bergen-Belsen estuvieron unos meses y, según cuenta, allí era distinto porque “no había hornos ni cámaras de gas”. Más tarde, a fines de 1944, Basia fue trasladada al campo de concentración de Magdeburgo, también en Alemania, junto a su hermana, quien al poco tiempo fue devuelta a Bergen-Belsen, donde murió de tifus.
En un barco proveniente de Francia, Basia llegó a Uruguay con la esperanza de empezar una nueva familia.foto2
  • Basia Taube - Sobreviviente del Holocausto


A pocos meses del fin de la guerra, Basia quedaba sola. En Magdeburgo trabajó en una fábrica de municiones, a un kilómetro del campo. Mayoritariamente se trabajaba de noche porque durante el día los Aliados solían bombardear la ciudad.
Una noche, recién llegadas para trabajar en la fábrica, las llamaron a todas para volver a las barracas. Los Aliados estaban bombardeando la ciudad con una intensidad tal “que podías ver la ciudad, a lo lejos, en llamas”.

Al regresar al campo ni se acostaron. Los soldados se encargaron de vaciar el lugar y las sacaron a todas caminando. “Salimos a las 6 de la mañana y caminamos como hasta las 12, por lo menos, por una carretera angosta mientras los aviones sobrevolaban la ciudad. Al llegar a una especie de bosque, nos tiramos a dormir pero enseguida despertamos con el ruido de las bombas. Nos levantamos y empezamos a correr”.

Eran los últimos días de la guerra y los soviéticos llegaban por el este, desplazando al ejército nazi. Fue así que, entre aviones que pasaban al ras del suelo y balas que iban y venían, Basia corrió escapando de aquellos días oscuros y persiguiendo una libertad que tardaría en recuperar
UNA ESCENA EXCEPCIONAL
En Bergen-Belsen, Basia fue excluida —junto con unas decenas de mujeres— a un bloque de castigo, pagando por otras mujeres que pasaron una noche allí y rompieron pedazos de las carpas.

Un día, los soldados reunieron a las miles de prisioneras para realizar una selección. Estaban todas menos las del bloque de castigo. La hermana de Basia fue seleccionada. Como no concebía irse sin su hermana, le dijo al SS: “Mi hermana está en el bloque de castigo, tráiganla a ella y a todas las demás”. El SS, increíblemente, le hizo caso. A Basia no sólo la absolvieron, sino que aceptaron trasladarla junto a su hermana.

Entonces ocurrió algo completamente inédito. Algunas prisioneras empezaron a aplaudir el gesto de los soldados. Enseguida se sumaron otras y, al poco rato, todo el campo estaba aplaudiendo.

—¿Fue una pequeña revolución?
No, todo lo contrario. Fue algo espontáneo, un acto de agradecimiento a la buena fe de aquellos soldados. Y claramente ellos se sintieron conmovidos, porque no dijeron nada. Simplemente se quedaron allí parados.


Durante unas noches se escondió junto a otras compañeras de la fábrica en una cueva bajo un granero, propiedad de un conde que vivía en un palacio y a quien Basia logró convencer de que la hospedara junto a otra compañera. Él las llevó a una casa donde ya vivía también un doctor belga judío y otros dos muchachos italianos. Allí volvió a sentir el sabor de la comida y el calor de un hogar.

La vuelta a la normalidad, sin embargo, no fue tan fácil como podría pensarse. Cuando quiso volver a Lodz para ver si encontraba algún familiar sobreviviente, Basia se enfrentó al salvajismo de los soldados soviéticos y la violencia de sus compatriotas polacos. No aguantó más y decidió venir a Uruguay. “Mi madre nos había dado, a mí y a mi hermana, una dirección de un tío que vivía en Montevideo, para contactar al cabo de la guerra. Hablé con él recién cuando llegué a Munich, luego de cruzar clandestinamente desde Berlín, que estaba bajo control soviético”.

En un barco proveniente de Francia, Basia llegó a Uruguay con la esperanza de empezar una nueva familia. Cuando arribó al país, ya casada y con un hijo de cuatro meses, supo que era el comienzo de una nueva vida. Aún recuerda la fecha, 3 de marzo de 1947, como un segundo nacimiento.

A Polonia no volvió nunca más, aunque sí lo hizo, hace no muchos años, su nieta Andrea, quien pisó Auschwitz y leyó una carta que su abuela escribió especialmente para la ocasión. “No tengo muchas cosas lindas que contar, pero me conformo. Con ver bien a mis nietos, puedo decir que estoy contenta”.

—¿Qué te deja el paso por el Holocausto?
—Cuando miro para atrás no puedo creer que de eso haya podido sobrevivir. Pero sobreviví. Por sobre todo, me obligó a crecer de golpe. Ya a los 13 años tuve que ser lo suficientemente madura. A veces también pienso en todas esas cosas raras que me pasaron, que no sé cómo explicarlas. Dentro de la desgracia, algo de suerte tuve. Otros sufrieron mucho más que yo. Si fuera creyente te diría que me salvó Dios. Como no lo soy, lo único que puedo decir es “no sé”.
En estos setenta años…
Playa Omaha
Carlos Demasi - Historiador y profesor de Historia.
Hace setenta años, el anuncio del final de la guerra fue una buena noticia para los uruguayos que vivían el conflicto con atención no exenta de ansiedad; por entonces, la guerra había sido algo mucho más cercano de lo que podemos hoy imaginar. Como siempre que termina un largo conflicto, para los vencedores parecía abrirse un futuro próspero y pacífico caracterizado por “el fin de las guerras”. Y aparentemente así debía ser: aquello que parecía imposible, la alianza entre la URSS y Occidente, había funcionado y su esfuerzo conjunto había terminado aplastando al nazi-fascismo que parecía invencible dos años antes.

Pero la noticia del fin de las hostilidades había venido acompañada por señales confusas: a la alegría popular desatada por la noticia de la liberación de París en agosto de 1944, se contrapuso la represión que acompañó a las manifestaciones que festejaban la caída de Berlín y el final del III Reich en mayo siguiente. Esos episodios parecían anunciar el surgimiento de un mundo más complejo que el que imaginaban aquellos que veían con esperanza las reuniones de los “tres grandes” (Unión Soviética, Reino Unido y Estados Unidos).

Los años inmediatos marcaron una época de prosperidad para Uruguay, favorecido por la disponibilidad de dólares que el Plan Marshall aportaba para mitigar el hambre en la devastada Europa. Con parte de ellos se pagaron los envíos de carne, trigo y lana uruguayos. Otro efecto de la guerra, el eclipse de la Inglaterra imperial, también permitió que el Estado terminara como propietario de algunas empresas envejecidas por la falta de inversiones, pero de gran potencial estratégico como el servicio de aguas corrientes y los ferrocarriles. Esta inesperada ampliación del dominio comercial del Estado sirvió para hacer evidente la idea de un resurgimiento del batllismo que impulsaba Luis Batlle Berres desde la Presidencia de la República. Pero el transcurso del tiempo fue modificando estos primeros efectos positivos. La “alianza contra el Eje” pronto se fracturó y generó un mundo bipolar
“No hemos terminado de asimilar las lecciones de aquella ya lejana guerra”

en el que parecía imposible no tomar partido; y si la guerra contra el nazi-fascismo se había desarrollado casi siempre en lugares lejanos –en Europa, en la vastedad de los océanos o en el remoto Oriente–, en cambio esta nueva guerra “fría” ocupaba todos los países y se desplegaba en todos los espacios. Paralelamente, la nueva Europa ya reconstruida se volcaba al proteccionismo de su producción agrícola, lo que dejaba al Uruguay sin uno de sus principales mercados. Las tensiones combinadas de la crisis económica y la polarización ideológica terminaron con el país “amortiguador” y desembocaron en una dictadura cívico-militar que durante 12 años utilizó el discurso anticomunista para perpetrar continuas violaciones a los derechos humanos.

A poco de terminar la dictadura se produjo la implosión del bloque soviético y el fin del mundo bipolar. Como herencia quedaba la sensación de inutilidad de toda la brutalidad y el fanatismo desplegados en los enfrentamientos anteriores: si en el futuro estaba el socialismo la revolución no era el atajo para alcanzarlo; tampoco la inclusión de un país en el bloque soviético significaba el réquiem definitivo para las esperanzas del liberalismo individualista. Como había ocurrido antes, también el fin de la Guerra Fría hizo soñar con el “fin de la historia” en un mundo liberal y democrático; una vez más la realidad se encargó rápidamente de desengañarlos.

Setenta años es mucho tiempo; es más del que fue necesario a los partidos políticos en el Uruguay independiente para aprender a convivir en un régimen de mayorías y minorías. Pero todavía no hemos terminado de asimilar las lecciones de aquella ya lejana guerra. Todavía nos tienta el fanatismo (antes político, ¿ahora religioso?); aún nos cuesta incorporar la novedad y la radical universalidad de los crímenes de lesa humanidad, como la necesidad social de su castigo. Así se hizo después de esa guerra, y esa lección todavía nos queda por aprender.
En Uruguay
El combate del olvido
Leonel García
Fue el 22 de octubre de 2014, en el club Hebraica Macabi, en la Ciudad Vieja. Cincuenta jugadores de las divisiones inferiores de Peñarol y Nacional, dos clubes antagonistas en todo, cuya rivalidad se ha tornado odio en más de una oportunidad, se unieron por el Holocausto. Estaban participando de una actividad organizada por el Proyecto Shoá.

“Presencié esa actividad y me generó una gran satisfacción poder ver cómo los dos equipos hablaban en un mismo idioma, intercambiaban sobre los temas de discriminación y el respeto a las diferencias”, recuerda la socióloga Patricia Catz, fundadora de esa iniciativa que, con el Holocausto como eje, busca difundir un mensaje contra el odio y la discriminación en todos sus aspectos.

Setenta años después de culminado el horror nazi, en Uruguay se percibe interés en las causas, el desarrollo y las consecuencias del Holocausto, según dijeron a El País distintos estudiosos y difusores del tema. Eso viene de la mano, a su vez, de un creciente interés por todo lo relacionado con los derechos humanos y una mayor conciencia por los efectos de la discriminación.

Rita Vinocur, hija de Ana Vinocur, sobreviviente del infierno nazi, es una de ellas. Es la directora del Museo del Holocausto que desde 1987 se encuentra en la Comunidad Israelita del Uruguay, por la calle Canelones. Ahí también funciona desde setiembre la primera biblioteca enteramente dedicada a la Shoá —palabra en hebreo para denominar el holocausto al pueblo judío— que hay en el país y que ya cuenta con 650 volúmenes. Ambos espacios, el museo y la biblioteca, fueron declarados de Interés Nacional en diciembre pasado por el Ministerio de Educación y Cultura. La Comisión Directiva está integrada por 15 personas.

Rita suele hacer de guía a los “varios cientos” de visitantes que al año tiene el museo, un pequeño espacio de unos quince metros cuadrados donde se concentran unos 250 objetos —fotos, jabones, pasaportes, trajes de los campos de concentración, registros históricos, espejos— y mucho dolor que viene del pasado reciente y busca trocarse en una enseñanza en el presente. Ella no oculta su satisfacción cuando ve que su interlocutor está empapado del tema: que sabe la diferencia entre un gueto y un campo de concentración, le es familiar el nombre Auschwitz o conoce el significado histórico de la Noche de los Cristales Rotos. Y se ha encontrado con de todo un poco.
“Hay gente muy conocedora del tema, pero me gustaría que hubiese más interés y que se estudiara más porque en general hay un gran desconocimiento”, resume. El mayor logro del museo, cuyas puertas se abren previa coordinación y cuyo público está compuesto principalmente por estudiantes de liceo, es generar interés en el Holocausto y la chance de reflexionar sobre qué puede llegar a pasar cuando uno, ante la indiferencia o complicidad del resto, es discriminado por distinto, algo de lo que nadie está libre (de ahí la abundancia de espejos en el espacio). La cooperación de los docentes, los referentes de esos alumnos, es fundamental. “Y yo veo que hay muchos profesores muy capacitados, muy conocedores… y otros que no”.
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El Holocausto se da en el cuarto año de la carrera de Profesorado de Historia y antes, en el liceo, en el primer año de bachillerato. Óscar Destouet, profesor de Historia Contemporánea e Historia del Siglo XX en el Instituto de Profesores Artigas (IPA) y encargado del seminario de Derechos Humanos en Formación Docente, señala que la enseñanza de este tema en Uruguay “quedó un poco atrasada” en relación a los nuevos paradigmas educativos internacionales.

“Hoy acá se da desde el punto de vista puramente histórico, el habitual: ‘Sucedió la matanza de seis millones de personas en campos de concentración, bajo tortura, a manos de los nazis, durante la Segunda Guerra Mundial…’. Pero hoy se reclama darlo desde otro lugar, como parte de una memoria ejemplar donde deja de ser un aspecto exclusivo y propio de la Historia para ser un tema transversal a toda la educación. Porque hace a la condición humana, al descubrimiento que lo inhumano forma parte de lo humano”, afirma este docente.

Destouet es además director del liceo Dámaso Antonio Larrañaga. Dice que ahí, rodeado de adolescentes, constata que el Holocausto interesa a los uruguayos. Es optimista en este punto. “Hay un creciente interés en los temas de la memoria y del pasado reciente, que son aquellos en que la voz de los protagonistas aún está viva. Lo noto en los gurises, ¡sin ninguna duda! En los cursos de verano del IPA hemos llevado sobrevivientes y el auditorio se llena”. Un indicador de este interés es que pese a ser el Holocausto posiblemente el tema más documentado del siglo pasado, se genera un debate permanente entre historiadores, sociólogos, filósofos y antropólogos, sostiene, sobre dos ejes principales: “¿Cómo fue humanamente posible lo que pasó? Eso implica admitir que lo inhumano es parte de lo humano. Y el otro: ¿cómo se construye un nunca más? Porque los genocidios se siguieron sucediendo”.Un indicador de este interés es que pese a ser el Holocausto posiblemente el tema más documentado del siglo pasado, se genera un debate permanente entre historiadores, sociólogos, filósofos y antropólogos, sostiene, sobre dos ejes principales: “¿Cómo fue humanamente posible lo que pasó? Eso implica admitir que lo inhumano es parte de lo humano. Y el otro: ¿cómo se construye un nunca más? Porque los genocidios se siguieron sucediendo”.

TRAGEDIA DE TODOS
En el Museo del Holocausto las vivencias siempre fueron conmovedoras y positivas.

Rita Vinocur solo recuerda un episodio doloroso. Fue hace años, cuando en la visita de un grupo de alumnos de sexto año de una escuela (se puede asistir al museo a partir de los 11 años, porque la fuerza de las imágenes lo hacen inconveniente para más chicos), uno de los niños le espetó a bocajarro: “Esto le pasó a los judíos por malos”. A Rita le dolió no sólo la frase del chico sino que “ni la maestra ni la directora, que estaban con el grupo, abrieron la boca para corregirlo”. Vinocur resalta que esa fue la única vez que pasó algo de ese tipo.

Museo Muñeca
Destouet no es judío. “Mucha gente percibe que quienes tienen sensibilidad por determinados temas es porque pertenecen a un colectivo afectado. Pero el Holocausto es algo que hace a la dignidad humana, a los derechos humanos, a la reivindicación de lo humano”. David Telias, hoy director comunitario de la Nueva Congregación Israelita de Montevideo, hasta marzo pasado coordinador de Estudios Judaicos de la Universidad ORT Uruguay, se manifiesta en una línea parecida. “Durante muchos años, yo diría que desde los ’60 hasta los ’90, el tema de la Shoá se estudiaba como una tragedia judía; es decir, algo que le había pasado a los judíos y que había que intentar entender por qué le había pasado eso a los judíos”. La creación del Museo Nacional del Holocausto en Washington y de la institución Yad Vashem, en Israel, también dedicado a su análisis e investigación, fue fundamental para ponerle fin a esa mirada “exclusivista” que, opina Telias, poco iba a conmover la sensibilidad de la gente. Del “por qué le pasó esto a los judíos” se pasaba al “cómo una sociedad civilizada (como lo era Alemania) puede llevar adelante una monstruosidad como esta”. Son los nuevos paradigmas.

Desde 2008, la Universidad ORT Uruguay realiza cada dos años un curso para docentes referido al Holocausto. El enfoque está puesto en “abarcar los procesos históricos dentro de un todo”, dice Miguel Bresciano, exdirector de asuntos estudiantiles, “y tomar el genocidio como un ejemplo de otros tantos que han ocurrido para darse cuenta de la magnitud de los hechos”. El promedio de asistencia a estos talleres gratuitos ronda las 25 personas. Están abiertos a todo público, pero el objetivo son los profesores de Secundaria. “La finalidad es ejercitar la memoria”, dice quien fue docente de Historia durante 40 años.

Si no se va a la montaña, a veces es la montaña la que se acerca. Y eso permite vislumbrar más esperanzas. El Proyecto Shoá nació en 2008 como una muestra educativa, interactiva y artística en el Subte Municipal. Un año después estuvo en el Bazar de las Culturas. La socióloga Patricia Catz, que además de fundarlo integra el equipo de dirección de este proyecto, señala que más allá del éxito de la exposición, sorprendió gratamente el interés que esta generaba en el público estudiantil. De los 51 mil asistentes que tuvieron, 15 mil fueron alumnos de liceos públicos y privados. Tanto fue así que en 2010 armaron una dinámica para realizar en centros de enseñanza de todo el país.

Entre 2010 y 2014 el Proyecto Shoá realizó unas 300 visitas educativas a los liceos, para alumnos de tercer año. Esto significa, según Catz, unos 35 mil estudiantes de doce departamentos. En total, 35 educadores han participado de esta tarea. A partir del Holocausto se tocan temas de gran sensibilidad y actualidad como la discriminación en todos sus aspectos, especialmente la homofobia, la xenofobia y el bullying.

“Las reacciones (de los adolescentes) son diversas y generalmente muy positivas. Intervienen jóvenes manifestando que se han sentido marginados en alguna oportunidad o, por el contrario, chicos que asumen la responsabilidad de haber acosado o violentado a otro compañero. El objetivo de la actividad es reflexionar sobre el rol que cada uno tiene en los diferentes grupos humanos en los que interactúa, haciendo énfasis en que nuestras acciones tienen una gran influencia en nuestros entornos”, señala Catz. “El Proyecto inspira a no ser indiferentes a las situaciones que vivamos, incidir en un cambio favorable y no ser cómplices de una situación que nos disguste”.
Memorial Holocausto
LUGARES RELACIONADOS
Memorial de Holocausto
Se encuentra en la Rambla Presidente Wilson, frente al Club de Golf. Inaugurado en 1994, consta de un muro de granito de 120 metros de largo, dos rieles de ferrocarril que recuerdan el traslado en tren de los judíos a los campos de concentración, dos puentes de madera y textos bíblicos.

Centro Recordatorio del Holocausto
Creado en 1953 por sobrevivientes de la Shoa, fue el primero en su tipo en América del Sur. Originalmente estuvo en la calle Convención, pero desde 1987 está en la sede de la Comunidad Israelita del Uruguay. Ahí funciona el Museo del Holocausto y, desde setiembre, la primera biblioteca en el país dedicada al tema.

Escuela Ana Vinocur
Es la número 359 y se encuentra en el barrio Flor de Maroñas, en Maldonado 5912 y Milán. Nacida en Lodz, Polonia, en 1926, Ana Vinocur fue una referente de la colectividad judía de Uruguay además de haber sobrevivido al Holocausto (donde perdió a casi toda su familia), en los campos de concentración de Auschwitz y Stutthof. Gran luchadora por la memoria, escribió tres libros testimoniales: “Un libro sin título” (1972), “Luces y sombras después de Auschwitz” (1990) y “Volver a vivir después de Auschwitz” (1999). Falleció en enero de 2006.

Escuela Ana Frank
Es la 271 y está en el Cerro, en la esquina de Vizcaya y Santa Cruz de la Sierra. Conocida mundialmente por su imagen sonriente y su diario, escrito mientras se escondía con su familia en Holanda, esta niña judía alemana falleció de tifus en el campo de concentración de Bergen Belsen, antes de cumplir los 16 años.

Liceo Raoul Wallenberg
Es el número 53, está en el barrio Brazo Oriental, en Guaviyú entre Regimiento 9 y Luis Alberto de Herrera. Diplomático sueco, fue honrado con el título de “Justo entre las Naciones” por la institución Yad Vashem, por haber salvado, a costa de arriesgar su propio pellejo, la vida de miles de judíos húngaros del Holocausto.
Infografía
Acervo material
Objetos con memoria
Bernardo Wolloch
LOS ANILLOS OCULTOS
Tras combatir en la Primera Guerra Mundial por la bandera Italiana, Pedro Solari dijo finito. Las contiendas en las trincheras habían colmado su paciencia, con toda la carga semántica que hoy se les adjudica. Así decidió irse bien lejos con su esposa Blanca, cruzar el Océano y escapar de la guerra. El destino, Uruguay.

Solari comenzó a arraigarse en el país rioplatense y conformar su familia. Los domingos serían de pastas y la mesa de dos caballetes y una tabla larga se colmaría de personas. Poco espacio entre los comensales, que debían pedir permiso antes de levantar los codos. Una silla de entre tanta iba a ser ocupada por su nieta, la escritora y docente Ana Solari.
Ana Solari
Casi 40 años más tarde, Ana Solari se encontraba en casa de su padre revisando algunas cajas. Una búsqueda sin objetivo pero con cometido. Dos anillos fascinaron su mirada, no por su belleza ni por su pureza. Simples, opacos y livianos. Un metal ordinario que no atraería a ningún joyero. “¿Y estos anillos qué son?”, preguntó la escritora con intención de llevárselos puestos. “Nada, dejalos en su lugar”, dijo su padre.

Ya en Montevideo, una misiva pasó por debajo de la puerta de la familia Solari con remitente oficial. El gobierno italiano, en 1939, invitaba a los matrimonios a donar sus alianzas de oro a cambio de otros dos anillos de poco valor. El oro se volcaría en la defensa de la patria nacional y siempre se le agradecería a aquellos que supieron dar su apoyo a Italia sin importar el rincón del planeta. El Duce envió los agradecimientos correspondientes en ese sobre.

Más de 70 años de aquel trueque de anillos hecho entre un gobierno fascista y una pareja de italianos inmigrantes que poco se daban cuenta de lo que estaba aconteciendo en su país natal. Ambas sortijas se pasean por Montevideo en un dedo índice. Se afirman a la baranda de un ómnibus, toman un café en un bar del centro y acompañan la caligrafía de una lapicera barata mientras corrige escritos de sus alumnos.

Un símbolo de vergüenza para un abuelo que había ayudado a un destinatario equivocado y que debía permanecer en la sombra, pero también un par de anillos que significaban el orgullo de una nieta que lleva día a día las sortijas matrimoniales de sus abuelos.

PEINE DIGNO
“¿Si yo tengo el peine conmigo? No, no lo tengo”, dice entre risas Rita Vinocur, hija de Ana.

Al cruzar el portón con el letrero que reza Arbeit macht frei (El trabajo libera) los prisioneros eran divididos en dos filas de acuerdo a su sexo y más tarde entre lo aptos para el trabajo. La suerte de aquellos que no lo eran ya es conocida. Todo objeto era despojado de su propietario. Se les entregaba un traje de prisionero y, en algunos casos, unos suecos de madera que eran la humillación hecha calzado.

Pero siempre hay quebrantadores de reglas, individuos que intentan sublevarse ante toda imposición que no tenga razón de ser. Ana Benkel de Vinocur, la madre de Rita, era una de ellas. Supo intercambiar su ración de pan de un día por un peine y su relativo estuche en el campo de concentración de Stuthoff, el primero construido por el régimen nazi fuera de Alemania.
Peine

En un campo de concentración los objetos personales significaban poder mantener la dignidad como seres humanos aunque no fuesen vistos así por sus victimarios. Llevar a cabo rutinas elementales, actos de la vida cotidiana como peinarse, comer con cubiertos, coser una prenda no solo estaban prohibidos sino que eran imposibles. Y quien fuese descubierto debía pagar con la vida.

En el libro Sin Títulode Ana Benkel de Vinocur, durante su estadía en Stuthoff dice: “Siento unas ganas irresistibles de poder asearme un poco y peinarme; de reproducir alguno de los actos cotidianos que no apreciamos en nuestra vida porque nos son naturales, como el aire que respiramos, pero que una vez quitados nos revelan toda su importancia. Así, el hecho de poder lavarme y peinarme se convirtió en una necesidad y le cambié a una señora un trozo de pan, el alimento de todo un día, por un peine. Es un peine de carey rojo con estuche, y aunque le faltan algunos dientes, estoy encantada con el cambio (es lo único que pude conservar hasta hoy día). Con todas mis fuerzas hago lo posible por poder lavarme con la nieve y luego me peino haciéndome la ilusión de que estoy en mi tocador, antes de la guerra y es como si recuperara algo de mi condición de mujer”.

Rita Vinocur escuchó hablar sobre este objeto desde que nació. Fue el único que su madre pudo traer a Uruguay. Iba siempre en su bolsillo escondido. Pero su significado no cabía en ningún lado: “Era una sublevación espiritual. Yo soy una persona, no un insecto. No soy lo que vos querés; contra mi espíritu no podés, porque por adentro soy libre. Y hago lo que quiero”.
El peine de Ana Benkel de Vinocur fue donado y hoy se encuentra en el Museo del Centro Recordatorio del Holocausto, el cual es dirigido por su hija.

UNA TONADA SALVADORA
Sobre una silla de ruedas lo trasladan. “Soy Pinkus Frank”, así comienzan los escritos de este hombre plasmados en papel a puño y letra. “Escribí, así tus historias quedan en algún lado”, le recomendaron algunos familiares que ya no son tan cercanos. Tiene 96 años y reside en el Hogar Israelita.

Bajo el sol espera quién sabe qué con su acompañante y una frazada sobre la falda. Con la mirada perdida, una persona encargada le trae su vieja trompeta y él vuelve en sí como despertando de un letargo. Sin vacilar, la toma como solo un músico conocedor de su instrumento puede hacerlo y la lleva a su boca. No sale una tonada. No tiene fuerza y sus labios ya no pueden tomar la forma debida. “Usted deme media hora y verá que algo va a salir”, asegura.
Pinkus Frank
Cuando tenía 20 años los nazis invadieron Polonia. Tuvo que separarse de sus padres y sus 14 hermanos, siendo el más pequeño, en un diminuto pueblo. Junto con otros 40 muchachos polacos, se escapó a la Unión Soviética (URSS), el único destino posible. Así comenzó su periplo, en donde pudo salvarse de la ocupación nazi, pero no del hambre que azotaba a toda Rusia. “Con grandísima suerte llegamos a la orilla soviética. Después de tanto y tanto sacrificio ya estamos con el camarada Stalin y dejamos a Hitler atrás. Nos sentíamos los más felices del mundo”, escribe Frank en español.

Durante el cruce de frontera debían esconderse en los vagones de los trenes. Si bien el Tratado de no agresión firmado por Ribbentrop-Molotov entre Alemania y la URSS había sido ya firmado, nada le garantizaba a aquel que se iba escapado y menos a un judío. En uno de los tantos trayectos que recorrió para llegar a destino, en un acto de osadía e irracionalidad, noqueó a un nazi uniformado para hacerse con su trompeta. “Era lo único que me podía salvar. Los nazis me la habían robado de mi pueblo natal y yo se las robé a ellos”, dice en negro sobre blanco.

Así Frank pudo vivir en la URSS y ocultar su condición de judío. La trompeta y sus pulmones lo volvían músico. Se las rebuscó para comer, esconderse y sobrevivir con lo único que le daba una doble identidad. Al finalizar la guerra volvió a Alemania y luego se fue lo más lejos que pudo del viejo continente, siempre con el instrumento de viento. Nada volvió a saber de su familia que hoy ya casi ni recuerda a no ser por su padre.

Luego de media hora de relatos inconclusos y saltos temporales no intencionados la trompeta emitió un tono. “Si me das un día puedo tocar La Marsellesa”, aseguró Frank. Mientras lo llevaban a dormir una siesta continuó contando historias a todo aquel que se le cruzase con su trompeta en la falda.

LA ESTRELLA DORADA
En las paredes de la casa de Miriam Brechner, hija de un sobreviviente, escasean los espacios para colgar sus orgullos hechos lienzo. En ellos confluye el pasado de su padre y su relación con dios. “Yo soy mesiánica, ¿sabés lo que es eso?”, dice increpando con el dedo. Ahora se define como judía y mesiánica. Si un credo afirma la existencia del único Dios es bienvenido entre estas cuatro paredes.

Su padre, Samuel Brechner, fue un intelectual socialista nacido en Polonia. Ocupó el cargo de Secretario de Prensa, Cultura y Propaganda en el gobierno de Varsovia después de la Segunda Guerra Mundial. Sobreviviente de Auschwitz emigró a Bolivia, donde se casó con Esther Zuker, tuvieron cuatro hijos, un varón y tres mujeres (entre ellas Miriam), y se desarrolló como próspero industrial en el ramo textil.

Fue prisionero en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen, en el campo de exterminio de Majdanek y también en el emblemático Auschwitz-Birkenau. Como muchos judíos antes de la guerra, ejercía el oficio de sastre en Sosnowitz, Polonia. Confeccionaba y tenía su taller. Estaba casado y tenía una pequeña hija. Allí vivían también su hermana y su hermano Jaime (padre de Miguel Brechner, Presidente del Plan Ceibal).
Estrella
Su hermano, al ver las persecuciones, huyó a Sudamérica, pero su padre se quedó, dice Miriam con orgullo. Cuando comenzó la guerra, nunca más volvió a ver a su familia. Al final de la guerra tenía 36 años y pesaba 36 kilos. Su hermano, que ya vivía en Cochabamba, descubrió que aún se encontraba con vida. Así fue que no tuvo opción de elegir su destino. Lo único que metió en la maleta fue el traje de prisionero que lo acompañó en los infortunios de la guerra.

Dentro de un baúl escondía el traje a rayas que tenía bordada la escarapela de la estrella de David amarilla que el régimen nazi utilizaba para identificar a los judíos. Por ley, debían llevar el distintivo en sus prendas a la distancia de una palma por encima del su corazón. “Pero era algo que tenía guardado y nunca veía la luz”, asegura Miriam.

¿Por qué quedarse con un objeto que significa humillación; que fue un distintivo para el señalamiento y la discriminación; que el mismo propietario escondía y no quería volver a ver nunca más? “Para mi significa el sufrimiento, la vergüenza de haber asesinado a tanta gente y la indiferencia del mundo que decía ‘no es verdad’. La locura humana. Este es el objeto más importante que guardo de recuerdo de mi padre”, asevera Miriam.

Símbolo de resiliencia, de haber padecido una de los momentos más funestos de la humanidad, sino el más, y volver a formar una familia, salir adelante. “Él sabía que mi madre guardaba este objeto. Alguna vez había hablado de él, pero hubo un día en que dijo basta. Y nunca más lo hizo palabra. Una nueva vida había comenzado con una nueva familia y prefirió enterrar su etapa de la guerra”, dice.

Por el recuerdo de haber estado ahí y de respeto para con su padre siempre se quedará con el objeto. Para que no vuelva a suceder lo mismo. Varios museos pidieron su donación y hasta ofrecieron comprarlo, pero Miriam es la poseedora legítima de la estrella dorada. Todos pueden verla, pero dentro de sus cuatro paredes.
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