Cómo los tratamientos adecuados, la comprensión de un colegio y el cariño e inmenso esfuerzo de una familia superan a un trastorno “invisible” y rodeado de prejuicios.
Capítulo 1
El médico detectó un problema. Uno de los tres bebés no recibía la cantidad de sangre adecuada. Estaba sufriendo. María Noel, la madre embarazada de trillizos desde hacía 36 semanas, llevaba un mes en cama inmovilizada por el tamaño y el peso de la panza. Solo se levantaba para bañarse, lo que hacía sentada en una silla después de recorrer unos pocos metros, de la cama a la ducha, que parecían kilómetros.
“Sabíamos que no iba a llegar a los nueve meses”, recuerda Nicolás, esposo de María Noel. “La idea era que aguantara lo máximo posible”. El problema precipitó una cesárea mediante la cual, el 10 de febrero de 2007, nacieron Manuela, Bruno y Mateo. La niña, la que había sufrido los últimos días, nació sana pero pesó 1.300 gramos y debió permanecer internada en cuidados intensivos. “Era un kilo de azúcar”, dice su padre sosteniendo un ovillo imaginario con las dos manos.
Manuela creció con normalidad y hoy es una niña de ocho años que sorprende cuando dice con una sonrisa tímida que su canción preferida es In your room, de Depeche Mode, banda ícono del rock electrónico de los 80 y 90.
Las complicaciones, paradójicamente, llegaron con sus hermanos.
Mateo es un niño rubio, movedizo, con ojos celestes de cansado. Tiene déficit atencional, hiperactividad y trastorno obsesivo compulsivo. Pero “es un genio, dice Nicolás. Tiene una memoria y una mente privilegiadas. Conoce todas las capitales del mundo, todas las ciudades de Uruguay. Con cuatro años ya leía como un adulto”.
Y Bruno...
¿Quién mejor que una madre para contar sobre los primeros días de su hijo?
“Bruno parecía más demandante. Más llorón durante los primeros tres meses. Requería muchos mimos a la hora de dormirse. Nunca llegó a esbozar una sonrisa completa, esa sonrisa que las mamás esperan en todo bebé. Pero con otros dos bebés sonrientes (¡incluso Mateo que se carcajeaba de risa!) y el baile de tener trillizos, su falta de sonrisa no era tan preocupante. Sin embargo, con mi esposo, siempre decíamos que dábamos cualquier cosa por una sonrisa de Bruno. Transcurrieron los meses. Bruno tenía dificultad para las actividades que requerían motricidad fina. Siempre estaba rígido. (…)
Sus juegos consistían en pasar horas con unos tarritos de apilar. Los tiraba al piso y los veía girar. Hacía girar ruedas de autitos. Si había un ventilador, sus ojos no se despegaban de él. Todo lo que girase le provocaba fascinación. Cuando cumplió 15 meses, recibimos el primer comentario de que Bruno parecía no escuchar. Esto es clásico en los diagnósticos de autismo, pero yo no tenía idea. En la clínica de Alto Riesgo del Casmu nos indicaron que hiciéramos el estudio de Potenciales Evocados y el estudio dio normal. ¡Qué alegría la mía! En la clínica le pedían a Bruno que fuese, viniese, lo llamaban. Y era lo mismo que la nada... Yo lo atribuía a mil razones. La neuropediatra me dijo que mi hijo tenía un problema y que yo no quería ver. Fui derivada con una psiquiatra infantil. Ella solicitó un psicodiagnóstico y tests de varios tipos. Solo de recordar estos estudios se me viene el alma al piso. Le daban indicaciones de todos los colores y no respondía a nada. Siempre con su mirada perdida y sin sonreír. (…)
La doctora escribió: ‘Diagnóstico presuntivo: Trastorno Generalizado del Desarrollo’. No entendí lo que escribió ni lo que eso significaba. Solo sabía que Bruno, era demasiado mimoso para cualquier cosa que no fuera ser un gordo divino y adorado”.
De La Sonrisa de Bruno, blog de María Noel. 30 de junio de 2014.
Capítulo 2
Trastorno generalizado del desarrollo. Espectro autista. Seis palabras y luego, para Nicolás y María Noel, “un vacío”.
Bruno tenía casi dos años. Dentro de la mala noticia, la incertidumbre, el miedo, la negación y el dolor, fue una buena edad para recibir la voz de alerta.
El autismo (TEA) es un trastorno que afecta la capacidad de comunicación social e implica la presencia de conductas estereotipadas. Alguien dentro del espectro autista tiene limitaciones en el lenguaje, en la capacidad para relacionarse con otros y con su entorno y comportamientos repetitivos, que pueden traducirse también en intereses restringidos o habilidades específicas. A partir de ese marco se presenta un rosario de posibles manifestaciones. Cada TEA es único.
“Tenemos nenes que no hablan, nenes que hablan en tercera persona, nenes en los que la comunicación no es efectiva. Nenes que comprenden. Que no comprenden. Lo mismo con las conductas. Es muy amplio. Además, el 70% de los niños con TEA tienen un retardo intelectual”, explica Carolina Miglietti, maestra especializada en TEA y directora del Centro para Niños con Trastorno del Espectro Autista (Cenitea), fundado hace seis años. “Nosotros le decimos a los padres que tenemos un montón de herramientas, pero uno tiene que ver qué es lo mejor para cada niño”.
El autismo es un síndrome. No tiene cura. El diagnóstico es clínico, por observación. Por eso, cuanto antes se detecte y se intervenga con un tratamiento personalizado e intensivo, mejor será la evolución. Lamentablemente, ese escenario no siempre se da.
No existen cifras oficiales sobre TEA en Uruguay. La realización de un censo es uno de los principales reclamos de las familias
La psicóloga Martina Boni trata a niños con TEA y cuenta que “muchas veces los pediatras ven a un niño y dicen ‘ya va a hablar, ya va a caminar’. En ese ‘ya se va a dar’ muchas veces se pierde tiempo muy importante. Hay señales de alarma al año de vida que en otros países derivan a un tratamiento de atención temprana. Tenga o no tenga TEA. Eso acá no es nada común. Y si es un niño que tenía TEA y lo mandaste a un tratamiento lo más temprano posible seguramente lo ayudaste a generar una red neuronal que hubiera sido mucho más difícil si esperabas un tiempo”.
Boni creó la web TEA Uruguay junto a su colega la psicóloga María Clara Pasó para orientar a los afectados por esta condición en el escenario uruguayo que describen muy escaso de recursos. “Acá vas a una librería y pedís un libro sobre autismo y te dan uno de psicosis infantil”, se queja Pasó.
También con ese fin y para aunar esfuerzos en el combate a una situación que resulta inmensamente estresante para todos los involucrados, surgió la Federación Autismo Uruguay (FAU) en 2010.
Andrés Pérez es padre de Joaquín, un niño de diez años con TEA, y presidente de la FAU, que nuclea a las asociaciones de once departamentos. “Cada una tiene cerca de cuarenta niños con autismo y sus familias”, señala. “Aparte, hay unas doscientas personas de todo el país que se acercan a informarse pero que no están adheridas”.
Algunos de los frentes en los que lucha la FAU fueron expuestos en la proclama que se leyó el pasado 2 de abril, día internacional de concientización del autismo, en la Plaza Matriz: falta de espacios de recreación y deporte públicos y privados para que las personas con TEA realicen actividades, de difusión de una discapacidad “invisible”, de hogares diurnos, de un reclamado Centro Nacional de Autismo y Trastorno Generalizado del Desarrollo para diagnóstico y tratamiento, de un censo oficial que ofrezca cifras exactas de “cuántos somos y cómo vivimos”, de recursos para las personas afectadas que viven en el interior.
A esto se suma la burocracia de los trámites para conseguir las asignaciones del Banco de Previsión Social (BPS) que, asegura la FAU, “no cubren ni la cuarta parte de los gastos de tratamientos y acompañantes”.
Al entrar en la calificación de “discapacidad severa” y “en situación de dependencia” los pacientes de TEA son beneficiarios del servicio de acompañantes del BPS. El acompañante puede ser propuesto o elegido de una lista que ofrece la institución. En esa lista no hay una división por especialización. Los cursos de formación de asistentes personales del BPS duran una o dos semanas.
Pérez asegura que ese apoyo de “poco menos de siete mil pesos” para 70 horas mensuales de acompañamiento es insuficiente. “La familia tiene que pagarle el salario vacacional, aguinaldo y, eventualmente, despido”, enumera. Por otro lado, las familias en las que hay un integrante con TEA, en la enorme mayoría de los casos, deben pagar tratamientos psicológicos, psicomotrices y fonoaudiológicos, actividades como equinoterapia o natación y, en algunos casos, acompañantes pedagógicos. Todo esto significa un costo económico muy grande. Pérez señala que un acompañante pedagógico cuesta “aproximadamente, entre 15 y 18 mil pesos por mes”.
“La ayuda que da el BPS, en los precios que se manejan, no es una ayuda real”, sentencia Boni.
Capítulo 3
Día a día, los movimientos de la familia de Bruno están cuidadosamente orquestados. En un cronograma lleno de casilleros de distintos colores están marcadas las actividades y horarios de cada uno de los trillizos: horarios de clase en doble horario de Manuela y en medio horario de Bruno y Mateo, horarios de terapias de Bruno y Mateo, quién lleva a quién a dónde, cuándo están en su casa, cuándo en lo de los abuelos.
Bruno recibe tratamiento todos los días cerca de tres horas. Se dividen entre el Centro Interdisciplinario de Asistencia Neurosicológica (CIAN) y Cenitea. El costo de los tratamientos en clínicas privadas es caro, pero no hay otras opciones. “Si sos de una mutualista y decís que tu hijo necesita fonoaudiología te van a dar una hora para el 4 de mayo, por ejemplo. No, no, no. Mi hijo precisa tres veces por semana una hora solo con un fonoaudiólogo. Y, por más que quieran, no pueden en la mutualista”, se lamenta Nicolás. Aparte, Bruno va a clases de natación los sábados en el Club Defensor Sporting.
Para solventar los gastos que se presentaron desde temprano por la necesidad de tratamiento de Bruno y Mateo, tanto Nicolás como María Noel trabajaron en el exterior. Pero al poco tiempo de sus respectivas experiencias se dieron cuenta de que juntos hacían mejor a sus hijos. Porque, como explica Nicolás, “Bruno demanda atención 100% del tiempo”, “Mateo exige mucho” y Manuela era víctima de todo el tiempo que requerían sus hermanos.
María Noel se abocó a la investigación. Estudió la situación de niños como su hijo en otros países más avanzados en materias de tratamiento e inclusión y, al comparar con Uruguay, empezó a vislumbrar un obstáculo: conseguir que sus hijos fueran aceptados en una institución educativa y que le permitieran a Bruno ir a clase con una acompañante terapéutica. Esto pareció por momentos una tarea imposible.
“Iba a trabajar llorando. Me quedé pelada como si me estuvieran haciendo tratamiento para el cáncer”, recuerda. Nicolás todavía se molesta al recordar lo que escuchó más de una vez: “Nos estás trayendo un problema”.
Desde la FAU, Andrés Pérez se indigna ante situaciones como esta. “El paradigma de la discapacidad cambió”, dice con cara de cómo no se dan cuenta. “Yo soy tan discapacitado como la sociedad no me dé oportunidades para poder desarrollar mi vida en igualdad de oportunidades. La situación de discapacidad de la persona, a medida que han pasado los años, se le ha transferido a la sociedad”. “Se escudan en que no están formados”, insiste Pérez. "¡Nosotros tampoco! Yo soy un padre que tuvo un hijo. Y me tuve que ir haciendo a los ponchazos. Si nos educaran a todos para tener un hijo de buena conducta, inteligente, con buenas notas en la escuela, que no pegue, que comparta… Sería facilísimo. Viviríamos en el mundo de la fantasía”.
Nicolás y María Noel encontraron el lugar para Bruno en el Elbio Fernández. Otros padres de niños con TEA lo han encontrado en colegios como La Mennais, la Escuela del Parque o el colegio Santa Elena de la Costa.
Capítulo 4
Un jueves de abril, Bruno llega al colegio en la camioneta que lo pasó a buscar por Cenitea. Sofía Torello, psicóloga y su acompañante terapéutica, lo espera en la vereda. Bruno baja, la saluda cabizbajo y entran de la mano. A pocos metros de la entrada del salón acelera el paso. Dentro alrededor de veinte compañeros de su misma edad esperan alborotados que comience la clase.
Bruno se sienta en el fondo, como todos los días, junto a Bruna, su tocaya y compañera de banco. A su derecha se sienta Sofía. Y la clase comienza.
Andrea Sportuno es la maestra especializada en dificultades de aprendizaje del Elbio Fernández y la que supervisa la evolución de Bruno dentro del colegio, así como la de otros 150 de los aproximadamente 500 alumnos que tiene la institución. Tiene claro cuál es el papel de Bruno y cuál es el papel del colegio.
“Esto es una institución educativa. Acá Bruno viene a aprender. Y a él esto le aporta porque tiene que saber que la vida no es solo la familia y la clínica”, dice, contundente. A pesar de haberse especializado en dificultades del aprendizaje, reconoce que contactarse con el autismo en la práctica fue muy diferente a todo lo que había leído. “Es un trabajo casi artesanal el que hay que hacer”.
Miglietti, que trabaja codo a codo con Sportuno desde su clínica, valora la actitud de colegios como el Elbio Fernández: “Integrar es: adaptate a lo que hay. La inclusión implica hacer adaptaciones en el medio para que la persona pueda participar”.
Una de estas adaptaciones que menciona la directora de Cenitea es la posibilidad de tener una acompañante para un alumno dentro del salón. Sofía Torello es la que se encarga de traducirle a Bruno lo que dicen las maestras, de forma individualizada y permanentemente, y de mantenerlo atento a la clase.
“Yo le digo a las acompañantes que tienen que hacer un excelente trabajo”, dice Miglietti. “Porque un colegio que tenga una mala experiencia con una inclusión nunca más le abre las puertas a ningún nene”.
Nicolás sabe que es un logro mayúsculo el haber logrado tener a Bruno en una clase normal. Pero también sabe que el año que viene, o tal vez el siguiente, la acompañante de su hijo tiene que cambiar. “Al principio estos niños precisan que la formación de la acompañante sea de base psicológica. Para ayudarlo a relacionarse. Pero después el acompañante tiene que ser más educador”, dice.
Aparte de encontrar un lugar para Mateo y Bruno, María Noel y Nicolás destacan el logro de mantener a los trillizos en el mismo lugar, aunque separados.
“Manuela está muy compenetrada con lo que pasa con sus hermanos. Pero nosotros queríamos que fuera feliz. Que tuviera su clase, sus amigos. El problema de los hermanos era problema de los hermanos”, relata Nicolás. “Y ahí nos dijeron que no nos preocupáramos. Que no se iban a cruzar ni en los recreos”.
El año pasado, Manuela pidió permiso a sus maestras para recorrer los salones de clase el 2 de abril y explicar a los alumnos que son los TEA. Nicolás recuerda emocionado cómo fue repartiendo globos azules salón por salón y “explicando con sus palabras que no es una enfermedad, que es un síndrome, que tienen tales problemas, cómo hay que ayudarlos”.
Capítulo 5
Bruno mira atentamente todo lo que pasa fuera del auto mientras su padre lo lleva a CIAN a Cenitea o a donde sea. “Las personas con TEA perciben el mundo de una manera distinta. Son muy sensibles a los estímulos visuales, por ejemplo”, cuenta Miglietti.
Para alguien como Bruno, un paseo en auto es un bombardeo de colores. De tanto mirar por la ventana se sabe de memoria todas las calles, todos los seguros automotores y todos los que fueron candidatos a las elecciones municipales y sus slogans.
Esta sensibilidad tiene una contracara y es que, como explica la directora de Cenitea, “a veces el medio les es abrumador. Estás con ellos y se tienen que tapar los oídos porque pasó un camión a una cuadra y vos capaz que ni te diste cuenta. A algunos los tocás y les duele”.
El niño superdotado, el niño que vive en un mundo paralelo que existe solo dentro de su cabeza, el niño con reacciones espontáneas violentas. El desconocimiento sobre los TEA genera este tipo de preconceptos que surgen cuando se escucha la palabra autismo. Pero ambos están bastante alejados de la realidad.
Pasó, de TEA Uruguay, aclara: “Sí, los de alto funcionamiento suelen tener una habilidad específica muy buena. Pero pueden ser superdotados para aprenderse la chapa de los autos. Para aprenderse la góndola del supermercado de memoria. Les preguntás dos más dos y capaz que no saben”.
Este aspecto es muchas veces una barrera para socializar, porque solo pueden hablar de un tema. Y a esto se suma que, explica Miglietti, “tienen dificultad en lo que se llama teoría de la mente. Es la capacidad que tenemos las personas de atribuirle pensamiento al otro. De ver a otro y entender que está cansado, enojado, que me está entendiendo cuando le hablo o que no me quiere escuchar más. Entonces hay que ser muy exagerado con ellos. Sobreactuar”. Pone una cara de alegría enorme y una sonrisa de oreja a oreja y exclama: “¡Ay, qué divino! ¡Qué fantástico!”. Luego, con cara de madre enojada: “¡No! ¡Eso no! ¡No se hace eso!”. Y explica: “Así entienden que esa cara es de enojo y la otra de alegría, por más que se trate de cosas insignificantes”.
Esta incapacidad para entender a los otros se traduce también en una incapacidad para entender que no todo depende de uno. Que a veces las cosas cambian sin aviso previo. Que hay cosas que no se pueden anticipar y que hay que solucionarlas en el momento en que se presentan. En ese escenario de cambio inesperado es, a veces, en el que se dan las crisis más violentas de las personas con TEA.
“Una vez llegó la maestra de un chico a clase con el pelo corto y el niño entró en una crisis que hizo todo lo que nunca había hecho: pegó, gritó, insultó, escupió”, cuenta Pasó. “La rutina es uno de los rasgos más comunes que tienen. Tienen un alto nivel de necesidad de control sobre las situaciones. Por eso los cambios inesperados pueden generar crisis. Hay que hacerlos pasar de esa rigidez a la flexibilidad”.
Una forma de ayudarlos es organizarles la rutina del día con anticipación: las agendas. En la clase de Bruno, por ejemplo, lo primero que se hace es escribir la agenda del día en el pizarrón. A la larga, esto le ha servido a todos los niños de la clase, no solo a Bruno. Y si la maestra se olvida, es él quien se lo recuerda.
Muchos pacientes con TEA no presentan rasgos físicos distintivos. Y aunque puede parecer algo positivo, hasta eso se transforma en una causa de estrés para sus tutores o padres: la gente ve a una persona “maleducada”, “caprichosa”, “llorona” cuando al subirse a un ómnibus y no tener lugar para sentarse entra en crisis. Ven a un padre “irresponsable”, “descuidado”, “inconsciente” cuando un niño se escapa y cruza la calle sin mirar a los costados ni noción del peligro. No ven a una persona con TEA. No ven a un padre o una madre desbordados.
Pérez se molesta cuando escucha hablar de estos preconceptos. “Dicen que los autistas viven en su mundo. ¡No! Ellos están en nuestro mundo”.
Como Andrés, Nicolás y María Noel, muchos otros padres y asociaciones trabajan día a día para que la sociedad entienda eso. Ya sea recorriendo edificios para pedir que los iluminen de azul el 2 de abril todos los años, como hace María Noel, o estando atento al nacimiento de niños con TEA para acercarse a los padres a darles una mano, como está Nicolás, o plantándose frente a autoridades para pedir más y mejores apoyos y organizando charlas y reuniones, como hace Andrés, entre otras cosas.
Las metas son cortas. A un síndrome tan frustrante como el autismo, en el que los pasos son chicos y cuestan muchas horas y dinero, le hace frente la alegría de cada uno de esos pasos. Pero el horizonte apremia siempre. Y es un horizonte en el que espera, de nuevo, otro obstáculo: una sociedad que, a juicio de muchos afectados e involucrados, no está preparada para recibir y acoger a estos niños cuando crezcan.
Los adultos invisibles: la historia de Alejandra
Cristina muestra una foto de su cumpleaños en la que Alejandra la abraza.
Cuando Cristina apagaba todas las luces de su casa por la noche y se iba a dormir, Alejandra, su hija de tres años salía de la cama, sacaba el cajón de juguetes y jugaba toda la noche. Verónica, su hermana tres años mayor, se quejaba de que no podía dormir desde la cama superior de la cucheta. Alejandra no hacía caso. Recorría la casa, desordenaba los cubiertos en la cocina y miraba hacia afuera por las ventanas. A la mañana siguiente, Cristina la encontraba parada al costado de la cama con la cabeza apoyada en la almohada. Dormida.
Desde que Alejandra tenía siete meses, cuando un médico le dijo a Cristina que el balanceo que hacía su hija permanentemente podía ser un síntoma de autismo, una leve inquietud acusaba a la familia.
Un año después, al ver que el balanceo no cesaba y que a Alejandra le costaba mucho pararse, Cristina la llevó a hacerse un test Gesell con una psicóloga amiga. El resultado fue otra alerta: Alejandra presentaba un retraso de alrededor de nueve meses en algunas áreas.
Le costaba pararse, caminar y tenía problemas de control de esfínter, entre otras dificultades que iban surgiendo. La vieron psiquiatras infantiles y neuropediatras y se sucedieron tomografías computadas, placas de cráneo y “mil y un” estudios más.
“Nos desesperaba que nadie nos decía lo que tenía”, relata Cristina. “Tiene conductas de retardo, tiene conductas de autismo… Pero que te dijeran eso, hace treinta años, era como que te hablaran en ruso. Como estar solo en el medio del mar”. A los cinco años le diagnosticaron autismo a su hija menor.
Dibujos
Hoy Alejandra tiene 31 años. Vive con su madre que está separada de su padre. Verónica se mudó hace poco pero la visita seguido, la lleva a su casa a dormir o algún fin de semana de vacaciones. El año pasado fueron juntas a Carmelo, a un hotel que quedaba al lado de un zoológico. A Alejandra le fascinan los animales. Cristina atesora el recuerdo del viaje que hizo con ella a Mundo Marino cuando cumplió 15 años.
“Cuando entramos se le llenaron los ojos de lágrimas de felicidad. Nunca la había visto tan desbordada de emoción. Ella reprime mucho”. Además, Alejandra no habla. Entiende, pero nunca dijo más que alguna palabra suelta o alguna frase repetida. “Me decía ‘luz’ y yo le prendía y apagaba la luz. Eso, en vez de estimularla, la inhibía: nunca más decía la palabra”, cuenta su madre.
Cristina pasa una a una las hojas de un cuaderno en las que se ven garabateados con bastante claridad por Alejandra zapatos, animales, tortas de cumpleaños y regalos. No duda cuando se le pregunta si tiene algún dibujo preferido. “Ella tenía como 14 años y me dibujó a mí, enorme, abrazándolas a las dos, chiquitas. Me emocionó tanto que me viera así. El padre ya no estaba y ella se sentía protegida”.
Los dibujos, son para Cristina una forma de conocer a su hija y un consuelo por el silencio permanente de la persona a la que intenta hacer feliz y de quien está pendiente las 24 horas. “Para ella es un lenguaje. Por el dibujo entendés todo lo que pasa por su cabeza”.
Ángela Abreu es maestra y estudió tres años psicología. Fue maestra de Alejandra entre 2003 y 2013 y también recuerda sus dibujos. “Lo ideal hubiera sido que fuera a un atelier para estimularle más específicamente desde temprano el tema del dibujo. Pero todo es plata. Cristina le dio lo que pudo”, dice. “Además, a Alejandra le jugó en contra la edad. Cuando le dieron el diagnóstico había muchísimo más desconocimiento que ahora”.
En esta búsqueda por satisfacer como pudiera las necesidades de su hija, Cristina logró que la aceptaran en la escuela pública Bélgica. Junto a su exmarido y un grupo de padres fundó en 1989 la Asociación Uruguaya de Padres de Personas con Autismo Infantil (Auppai) y comenzaron a organizar reuniones y dar charlas de información sobre este síndrome del que tan poco se sabía. “No dábamos abasto”, recuerda.
Alejandra, después de hacer dos años de jardinera, dos años de primero y dos años de segundo, no pudo seguir estudiando en la escuela Bélgica sin acompañante y debió pasar a la escuela 231, hasta hoy la única en Montevideo exclusiva para personas con TEA. Fue el fin de la evolución que Cristina notaba en su hija. “Había un equipo de psiquiatras de la 231 que no estaban de acuerdo con lo que ella había hecho en la Bélgica. Me dijeron que ella ahí iba a hacer lo que quisiera. Entonces, de a poco, fue perdiendo todo lo curricular que había ganado. Que yo creo que se podría haber seguido incentivando y hubiera tenido otro resultado”.
Invisibles
“¿Dónde están los adultos? Y… No sabemos”, dice Andrés Pérez. “Conozco a algunos de veinte años, conocí hace poco a un par de cuarenta. Pero los otros no sé. En colonias. Residencias. Con otros diagnósticos”. Respuestas como la de Pérez a la pregunta de qué pasa con los adultos autistas y qué opciones hay para los niños con TEA cuando crecen son alarmantemente comunes. La psicóloga María Clara Pasó, de TEA Uruguay, es gráfica: “Hay veces que sentís como si desaparecieran de la tierra”.
La ansiedad de qué va a pasar con sus hijos cuando ellos no estén carcome en silencio a los padres de los afectados por algún TEA. Es su desvelo. Y se acentúa al mirar otras realidades en países más desarrollados.
Abreu trabaja en una casa en la que ella y otra especialista se dedican siete horas por día a cuidar a cinco adultos con autismo severo. La casa fue adquirida con ese único fin por una familia de buena posición económica para su hijo y cuatro excompañeros de clase. “Acá, lo que precisás, lo tenés”, cuenta consciente de que es una excepción. “Pero así como acá tienen todo lo que precisan, también les falta algo. El contacto familiar. Cristina está siempre con Alejandra”.
A Auppai acuden trece pacientes entre los que hay niños y adultos. Muchos de ellos, además de un TEA, tienen algún grado de retardo mental o hiperactividad o déficit atencional, explica la maestra especializada en dificultades de aprendizaje Mónica Crocc, su directora. De los adultos que acuden a este centro, que rondan entre los 25 y 30 años, “algunos han estado internados y han perdido el hábito de todo. De comer, lavarse los dientes, ir al baño. Lo más básico”, señala Crocc.
Andrés Pérez menciona que “en España viven en casas donde hay gente que los controla. Viven seis, ocho, diez y tienen ambientes comunes, salas de juego comunes. Por más que tengan un poco comprometida su autonomía, tienen un montón de aspectos cubiertos y viven de una forma digna, humana”.
Luego de 31 años cuidando día y noche a Alejandra el apego de Cristina es tal que no cree que sería capaz de dejarla a vivir en un hogar tutelado. “De todas maneras, es una alternativa que se te presenta. Genera impotencia la injusticia de que por el lugar en el que naciste no tenés esa alternativa cuando el problema es el mismo”.
La Asociación de Familiares de Personas con Autismo de la Costa (Afauco), tiene en marcha un proyecto para crear un hogar en Atlántida como los de España que menciona Pérez en la que también se realizaría capacitación para médicos y docentes.
Cristina debió aprender a controlar la angustia y a ser paciente. Pero empieza a costarle de nuevo. “Uno la trata como una niña, pero si se quiere salir con la suya te hace frente y te puede llegar a agredir. Y es fuerte. No ve que soy su madre en ese momento. No piensa ‘le pegué a mamá’. Yo a veces me olvido si se enojó y me tiró del pelo y ella viene al rato y me acaricia la cabeza y recién en ese momento me acuerdo. Se da cuenta de que me lastimó. Pero no lo puede frenar. Antes yo pensaba todo el tiempo en qué va a pasar cuando yo no esté. Sufría y se lo transmitía. Entonces llegó un punto que dije vivo el hoy. Trato de hacerla feliz con las cosas que le gustan, dentro de mis posibilidades. Prefiero no pensar en el futuro”.
Capítulo 6
“Hola, hoy comienzo contando mi experiencia de vida como mamá de Bruno, Mateo y Manuela”, escribió María Noel el 29 de junio de 2014 en su blog La Sonrisa de Bruno
Quería contar cómo habían sido los últimos años suyos y de su familia. Las alegrías, las frustraciones, los obstáculos sorteados, los desafíos, los enojos, la depresión, la superación. Pero, además, quería compartir la información y recursos. Se zambulló en internet en busca de publicaciones, tratamientos y todo tipo de noticias. No quería que otros se enfrentaran a ese vacío sintió cuando escuchó la palabra autismo.
Hoy en día tiene claro el nombre de su próximo desafío en la misión de dar a Bruno una vida lo más normal posible: la inserción laboral.
“Bruno tiene ocho años. Nos quedan diez”, dice Nicolás, consciente de que el sentimiento de estar ante una cuenta regresiva lo hará parecer menos tiempo. Aunque no están adheridos a la FAU, Nicolás y María Noel elogian su trabajo y ella se ha acercado en el último tiempo para empezar a tantear el terreno de las oportunidades de trabajo para personas con TEA.
“Recién estamos empezando a tratar a los niños de la manera como se debería. Para los adultos no hay nada. Nada. Nada. Es desesperante verlos crecer y no saber hacia dónde derivarlos”, se lamenta Miglietti.
Ante este panorama desierto, y aún sabiendo que hay personas con TEA dentro del 70% que además tienen retraso mental que nunca llegarán a ser autónomos, María Noel busca alternativas. “Lo más terrible es institucionalizarlos. Después, hay centros diurnos en los que van y trabajan en una granja, por ejemplo, y, a veces, comercializan los productos”, cuenta. Pero ninguna de esas opciones le gustaría para Bruno.
“Yo busco una inserción laboral. Ellos son buenos para tareas rutinarias, mecánicas, como líneas de montaje, pintar postes, testeo de software. Lo ideal es un trabajo al que puedan acudir en horario reducido, con un acompañante laboral que los ayude a terminar día a día la tarea por la que se les paga”.
Andrés Pérez se enfrenta día a día a la burocracia que entorpece la llegada de ayudas del gobierno a las familias. Señala a las autoridades los puntos de la ley 18.651 (Protección Integral de Personas con Discapacidad) que aún no se cumplen o que se cumplen demasiado lento. Uno de estos, afirma, es el artículo 49, que refiere a la inserción laboral de las personas con discapacidad en cargos públicos: debe ser de “una proporción mínima no inferior al 4% de sus vacantes”.
Pero, sin embargo, aclara: “Yo apoyo lo que sea. Hago de nexo. Junto. Nos reunimos. Consigo material. Pero vos que tenés un hijo de veinte años tenés que preocuparte de que tenga trabajo. Soy contrario al ‘soy un pobre tipo que tiene un hijo autista, me tienen que dar, me tienen que ayudar’”.
Él, como cada uno, tiene su motivación. “Yo lucho por que si Joaquín llega a ser una carga para sus hermanas, que tienen cinco y un años, que sea la menor carga posible. Que tenga la sociedad lo más ampliamente informada para que su paso y el de sus hermanas sea el mejor posible por esta situación”.
Capítulo 7
Nicolás admite que está cansado, como todos los días de su vida. Bruno lo abraza, se le cuelga de la cabeza, le pide billetes para estudiar y memorizar cada detalle de su diseño. Le mira e intenta tocarle los ojos. Luego se va a la cocina y empieza a buscar algo en silencio. Caramelos. María Noel tiene que levantarse y ponerse firme para que baje de la mesa en la que está parado. Lo rezonga. Segundos después, vuelven los abrazos que borran el cansancio de la cara de su madre. Manuela hace los deberes en su cuarto. Mateo duerme rendido en un sillón.
Bruno y su madre recitan de memoria el poema El Conejito Blanco, de Juana de Ibarbourou. Recién este año Bruno comenzó a hablar con algunas frases completas. Le cuesta. Aún tiene rastros de ecolalia. Repite las palabras de quien le habla antes de responder. Cuando sonríe se nota tensión en su rostro. Cada tanto pega un par de saltitos, con sus brazos estirados hacia abajo y las manos hacia atrás.
“A nosotros nos dijeron: miren que la mitad de los padres que tienen trillizos se separan. Y nos dijeron: los padres que tienen un hijo con problemas generalmente se separan. ¡Nosotros teníamos trillizos y dos con problemas! Yo cada vez que me despierto la miro a ver cómo se levantó”, bromea Nicolás. Tanto los padres de Bruno como terapeutas y maestras, que siempre están contacto con ellos, coinciden: la unión de la familia fue fundamental en esta evolución tan positiva que viene desarrollando.
Los hermanos también juegan un rol: Bruno los imita. Si uno aprende a leer, él quiere aprender a leer. “Va un par de meses atrás, pero va”, dice satisfecho Nicolás.
A Nicolás y María Noel los unen sus hijos. Y la religión, que viven de una manera tan intensa que María Noel cuenta que cuando estaba enojada hasta con Dios se aferró a la Virgen Milagrosa porque compartía su dolor de madre. Al mismo tiempo, los dos vivieron el trauma de manera distinta y se aferraron a sus propios salvavidas. Nicolás, aficionado al deporte. Su manera de “escapar a los problemas” era correr. Y de correr tres o cuatro kilómetros pasó a correr cerca de veinte.
María Noel, fanática de la música electrónica, fue la que sin buscarlo inculcó a Manuela el gusto por Depeche Mode. En las letras de Martin Gore encontró fuerza y consuelo. “Hablan de religión, amor, pena y sufrimiento. Pero lo más increíble es la música, que tiene energía positiva, en medio de letras muy duras”, explica María Noel. En su blog cuenta que, para ella, Enjoy the silence es la canción de Bruno, desde la época en la que no decía una palabra.
El deporte, la música, la religión. La familia. Detección precoz, tratamientos adecuados e intensivos. Inclusión en una escuela normal. Información. Armas para enfrentar a un síndrome inesperado y sobrevivir a los estereotipos. Así construyen su camino, con mucho (demasiado) esfuerzo, Bruno, sus hermanos y sus padres. Así, también, es como pueden construirlo todas las familias afectadas por esta condición. Pero, como los TEA, por ahora, cada uno de esos caminos es único.
Psiquiatra Gabriela Garrido
“Si esperamos el diagnóstico definitivo para empezar a tratar, llegamos tarde”Maestra Edith Morales
“Las dificultades tienen que tratarse cuando se trata el campo de conocimiento”.Psicóloga PhD María José Bagnato
“No vamos a un ritmo adecuado, vamos al ritmo uruguayo”TEA: señales para su detección.
Organizaciones que trabajan con TEA: